jueves, 24 de mayo de 2012

LA QUIETUD EN EL CUARTO ERA QUIETUD DE AIRE EN CIELOS DE TORMENTA




Tres son los temas de la vida: el amor, la muerte y las moscas. Son palabras de Augusto Monterroso, las cuales ha reinventado Enrique Vila-Matas en varios de sus textos. También en su libro Dietario Voluble, en el que afirma que no hay un solo escritor profundo que alguna vez no haya dicho algo sobre las moscas.

Marguerite Duras dice en Escribir que se escribe para mirar morir una mosca. En este libro dedica un amplio espacio a una mosca moribunda. Persigue su rastro hasta que, finalmente después de un tiempo largo, termina muriendo a una hora que ella registra en su obra.
Porque Duras lo ha escrito, queda el testimonio de la existencia de esa mosca, de la duración de su muerte lenta y de su miedo atroz. Y a la inversa: porque ella la ha mirado y visto morir, ha podido escribir sobre este insecto. Así se expresa:

Sí. Eso es, esa muerte de la mosca se convirtió en ese desplazamiento de la literatura. Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una mosca. Tenemos derecho a hacerlo.

Parece que con frecuencia se interpone una mosca entre la mirada y la hoja en blanco. También entre la vida y la muerte, como es el caso de Emily Dickinson, cuyos versos de un poema hablan así:

A una mosca, al morirme, oí zumbar.
La quietud en el cuarto
era quietud de aire
en cielos de tormenta.

Y justo entonces
se interpuso aquella mosca
con un azul, incierto, vacilante zumbido
entre la luz y yo.

Conocida es, asimismo, la anécdota de la mosca de Macedonio Fernández. Se cuenta que, mientras este agonizaba, alguien advirtió que una mosca se colaba en su habitación. Entonces pidió un diario a fin de espantarla de la cabecera del escritor, resonando en el cuarto la voz de Macedonio Fernández:

Que sea de la oposición.

La mosca cobra igualmente importancia en la obra de Georges Perec. Forma parte de la vida de personajes como el protagonista de Un hombre que duerme. Un joven de 25 años de edad que decide renunciar a la vida anterior y no hacer nada, ni siquiera interrogarse sobre su pasado y presente. Tampoco hace planes de futuro. Se queda en su cuarto destartalado del altillo que le sirve de vivienda, sin comer, sin leer, casi sin moverse. Mira el barreño con un par de calcetines dentro, la estantería, sus rodillas, su mirada en el espejo reaquebrajado, el bol, el interruptor. Escucha los ruidos de la calle, la gota de agua en el grifo del descansillo, los ruidos de su vecino, sus carraspeos, los cajones que abre y cierra, sus ataques de tos, el silbido de su tetera. Tendido sobre la cama persigue en el techo la línea sinuosa de una fina grieta, la progresión casi localizable de las sombras y el itinerario de una mosca.

La mosca es un ingrediente del escaso inventario de su fortuna. Su zumbido no rompe, sino subraya aún más el silencio.  Es el mismo silencio que se ve realzado por el sonido de la gota de agua cayendo del grifo.

Enrique Vila-Matas cuenta en Dietario Voluble que está sentado en el café de la plaza de Saint-Sulpice desde donde Georges Perec espiaba durante horas lo que allí sucedía. Explora lo que no ha sido inventariado de esa plaza. Haciendo uso de palabras de Perec, dice espiar:

lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes.

Gente, autos y nubes o también una mosca, esa mosca en singular que podría representar a todas las moscas. Porque si bien todas las moscas son distintas -escribe Vila-Matas-, se parecen tanto entre ellas, que hay quienes creen que solo ha existido una sola mosca en la historia del universo. Unas veces es la mosca de Monterroso que se posa en la propia nariz y antes lo hizo en la de Cleopatra. Otras es la mosca de la que Vila-Matas dice:

Si estoy a solas en casa y entra una solitaria y banal mosca, me acuerdo inmediatamente de Kafka cuando en un relato decía que su quinto hijo era tan insignificante que uno se sentía literalmente solo en su compañía.

Vila-Matas habla en su obra de la mosca de Monterroso, Wittgenstein, Proust, Ramón Gómez de la Serna, los hermanos Grimm y otros. Se vale de la mosca de los escritores para zigzaguear de un género a otro. Con la ironía que le caracteriza, escribe:

El zigzagueo está a la altura del mejor vuelo de la mejor mosca mundial. Los diferentes fragmentos están unidos por citas literarias en las que las moscas tienen su protagonismo. No hay un solo escritor profundo que no haya dicho algo alguna vez sobre las moscas.
 

domingo, 20 de mayo de 2012

LA CÁRCEL DE JACKSON POLLOCK, DE GERMÁN SAN NICASIO



La vida de un cuadro comienza con la primera pincelada y termina con la última. Es decir, un cuadro vive mientras el pintor lo está pintando, con lo cual todo cuadro firmado es un cuadro muerto y todo museo es un cementerio de cuadros.
Pero cuando un color asesino se infiltra en la paleta del pintor, el cuadro puede morir antes de tiempo. Tú has visto morir muchos cuadros en tus manos y sabes que una pincelada de color azul es lo más parecido que existe a un asesinato. En fin, calculas los tragos que pueden quedarle a la botella de whisky y los comparas con la inutilidad de contarle tus penas a un lienzo de dos por cinco.

                          La cárcel de Pollock  (página 124)
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Alcanzar la celebridad puede llevar al artista a sumergirse en el ruedo de la normalidad para afianzarse, cuando no elevarse aún más, en su éxito. Ser entonces copartícipe del ruido mediático, de las mezquindades e hipocresía, de la salvaje competitividad y de las demandas del mercado a fin de enaltecer el propio ego. Sin embargo, cabe también la posibilidad de aprovechar que se bate el  récord artístico para tomar distancia del principio de la normalidad establecido y aplicarse en todas las extravagancias. Y si se es un pintor aquejado de locura, nada mejor que dejar que los demás piensen que se está loco y así perdonen a uno cualquier barbaridad. En este tipo de casos, la gente y los medios no dejarán de hablar y mientras más circulen las habladurías, en mayor grado seguirán estigmatizando al loco. Pero este dispondrá de la libertad para entregarse a la invención de colores y revelar en su desnuda intimidad el secreto intransferible que se encierra en quienes nacen en la cárcel y se saben irremediablemente condenados a vivir entre barrotes. Es lo que hace el protagonista de La cárcel de Jackson Pollock, novela de Germán San Nicasio, editada en Eutelequia. Es un pintor que padece una serie de trastornos mentales, multiplicada por los psiquiatras y la gente de la calle, fieles guardianes de la normalidad.
Una vez que ha alcanzado la fama como pintor, cambia su nombre por el del célebre artista norteamericano Jackson Pollock.


Hombre alcohólico, ha sido presa de manicomios, la cárcel y las drogas. Bloqueada durante largo tiempo su capacidad creativa, decide a sus ochenta años pintar su último cuadro: la cárcel de Carabanchel, una de sus estancias en el pasado. No ignora que “las primeras pinceladas son las peores” para dar con ese cuadro que lleva imaginariamente pincelando desde hace varios años. Porque extiende el enorme lienzo blanco en el suelo, consigue trabajar desde cualquiera de sus lados e introducirse literalmente en él. Dentro del cuadro, en igual medida que va avanzando en sus pinceladas, deja hablar a sus diferentes personalidades y a las ya menguadas memorias que le tienen.

El conjunto se va revelando como "una tanda de pinceladas inconexas a simple vista pero que buscan adentrarse en las profundidades de su alzhéimer con toda la intención." El resultado es un recorrido tan inarticulado como fragmentario de la vida excéntrica de este pintor que comprende que “el prisionero no es prisionero por ser distinto a los demás hombres, sino que es distinto por ser prisionero”.

Sobre mucho más que todo esto habla La cárcel de Jackson Pollock, una novela escrita en un lenguaje delirante que combina la obscenidad, lo grotesco y la elegancia literaria. Un libro, en definitiva, que da voz a la locura y al genio, así como al arte y a la angustia de la creación artística, tantas veces asociada al desasimiento, cuando no a la autodestrucción.

domingo, 13 de mayo de 2012

ES EL ESPECTRO DE LA SOLIDEZ CUYA ÚLTIMA SUSTANCIA ES SOLO ARENA


Vida, muerte, vida, muerte... ¿Qué es primero?



Enrique Vila-Matas escribe en Dietario voluble que estemos donde estemos, hemos de vivir como si nunca hubiésemos de morir. Vivir, tal vez, conforme a la leyenda inscrita en un reloj de pared que aparece repetidamente en su libro Lejos de Veracruz:


Quien demasiado me mira pierde su tiempo.


Emily Dickinson escribe:


No sabemos el tiempo que perdemos.
El terrible momento está ahí
y fundamentalmente se afianza
entre las certidumbres.


Una firme apariencia da consistencia aún
al naipe, y a la suerte, y al amigo.
Es el espectro de la solidez
cuya última sustancia es solo arena.


Rescato de su poema la palabra aún y pienso que es cuestión, por tanto, de gozar de cada instante, aunque se sepa que el tiempo no se llama como nosotros. Como escribe Sergio Pitol en Trilogía de la memoria:


Todos los tiempos son en el fondo un tiempo único.


¿Qué es, sin embargo, el tiempo?


John Banville dedica un pasaje de su libro Los infinitos a hablar de las palabras ambiguas que se asocian a medidas temporales con las que se convive a diario. Así escribe:


¿Qué es, por ejemplo, un instante? Horas, minutos, segundos, esos incluso resultan comprensibles, porque pueden medirse con el reloj, pero ¿qué quiere decir la gente cuando habla de un momento, un rato -un santiamén-, un abrir y cerrar de ojos? Solo son palabras, desde luego, pero rondan abismos silenciosos.


Vila-Matas escribe que, aunque nos queden unos minutos de vida, hay que seguir riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso, esperando con impaciencia las últimas noticias de prensa. No obstante, no se distrae de la condición mortal cuando dice:


No nos engañemos. Se enfriará este mundo, una estrella entre las estrellas y, por otra parte, una de las más pequeñas del universo, es decir, una gota brilllante en el terciopelo azul. Se enfriará este mundo un día y se deslizará en la ciega tiniebla del infinito (...) como una nuez vacía. Creo que debemos tener en cuenta esto y amar al mundo en todo momento, amarlo tan conscientemente que podamos al final cada uno de nosotros decir: he vivido.


Julian Barnes suscribe, a su modo, en Nada que temer las palabras de Vila-Matas. Cree muy proporcionado su propio sentido de la muerte, que a algunos de sus amigos les resulta exagerado. Para él la muerte es el único hecho atroz que define la vida; sin una consciencia constante de este hecho no puede empezar a entender el sentido de la vida. Añade:


Si no sabes y sientes que los días de vino y rosas están contados, que el vino se agriará y las rosas se tornarán mustias en su agua hedionda antes de que las tiren para siempre, jarrón incluido, no hay contexto para los placeres y aficiones que surjan en tu camino hacia la tumba.


Como si Vila-Matas matizara las palabras de Barnes, escribe:


Se pueden pensar todo tipo de cosas sobre la muerte, pero es imposible que logremos aminorar el escándalo que su famosa guadaña arrastra consigo mismo: la obscenidad absoluta del sufrimiento humano.


De ahí esa frase que recorre su obra, desde los inicios hasta Aire de Dylan, pasando por Dublinesca:


Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien.


La muerte, aunque se la quiera esquivar, nos hace sentir solos, nos vuelve vulnerables. No obstante, también parece cierto que el secreto de la supervivencia está en la imaginación deficiente propia de la condición humana. Como escribe John Banville en Los infinitos:


La incapacidad de los mortales para imaginar las cosas tal y como son en realidad es lo que les permite vivir.


Así lo entiende C.S. Lewis, cuando habla del proceso de enfermedad y de la muerte de Helen, su mujer, en Una pena en observación. Escribe que nunca se encuentra uno precisamente con el Cáncer o la Guerra o la Infelicidad (ni tampoco con la Felicidad). Solamente se encuentra uno con cada hora o cada momento que llegan. Dice que no abarcamos nunca el impacto total de lo que llamamos "la cosa en sí misma".


Es, quizá, el estado de convalecencia el que propicia que la imaginación se acerque a la última verdad. Genera una sensación de extrañeza, según escribe Vila-Matas en Dietario voluble. Una sensación de no pertenencia sino de paso, con la que, por lo demás, afirma llevarse bien, pues la considera fundamental para esa forma de vivir que es escribir.

domingo, 6 de mayo de 2012

LA MUERTE DEL HOMBRE O PENSAR EL CUERPO DESDE LA AUSENCIA DE CUERPO, POR JORGE FERNÁNDEZ GONZALO




FRAGMENTO DE
LA MUERTE DE ACTEÓN. HACIA UNA ARQUEOLOGÍA DEL CUERPO. (página 79-81)

AUTOR: JORGE FERNÁNDEZ GONZALO


EDITORIAL: EUTELEQUIA, MADRID, 2011.



(…) Maurice Blanchot decide analizar el fenómeno de la luz, devolverla a su origen, a su negrura fundante, para concebir la noche solar blanchotiana, una luz negra (el conocimiento del afuera):


La luz ilumina; esto quiere decir que la luz se oculta, tal es su carácter malicioso. La luz ilumina. Lo iluminado se presenta en una presencia inmediata que se descubre sin descubrir lo que la manifiesta. La luz borra sus huellas. Invisible, hace visible al mundo, garantiza el conocimiento directo y asegura la presencia plena, mientras se retiene a sí misma en lo indirecto y se suprime como presencia. De esta forma, su engaño sería ocultarse en una ausencia radiante, infinitamente más oscura que cualquier oscuridad, puesto que la que le es propia es el acto misma de claridad, puesto que la obra de luz se cumple sólo allí donde la luz nos hace olvidar que algo como la luz está obrando (haciéndonos olvidar también, en la evidencia donde se guarda, todo lo que supone esta relación con la unidad a la que remite y que es su verdadero sol). La claridad: la no-luz de la luz; el no ver del ver. Así, la luz es engañosa (por lo menos) dos veces. Porque nos engaña sobre sí misma y porque nos engaña dando como inmediato lo que no lo es, como simple lo que no es simple. La luz es una luz falsa, no porque exista una luz más verdadera, sino porque la verdad de la luz, la verdad sobre la luz, es disimulada por la luz; sólo vemos claro bajo esta condición: no ver la claridad misma. Pero lo más grave –en todo caso, lo más cargado de consecuencias- sigue siendo la duplicidad por la cual la luz nos hace entregarnos al acto de ver como a la simplicidad, y nos propone la inmediación como el modelo del conocimiento, mientras que ella misma sólo actúa haciéndose disimuladamente mediadora, por una dialéctica de ilusión en la que se burla de nosotros.


La luz ha impuesto el dominio de la certeza, el pensamiento de la inmediación como falacias de la verdad. “Hablar no es ver”, dirá Blanchot, para indicar con ello la imposibilidad de superponer el reino de lo visible y el reino de lo decible. Habría que entregarse a esa profundidad en donde lo no-pensado bulle antes de darse a la unidad, o dándose más allá de ella al territorio de lo múltiple. Pensar el hombre, pensar el cuerpo desde la luz no es sino verlo, cruzar su anatomía y restituir el par visibilidad- invisibilidad, establecer en las intensidades de la luz el espacio para las categorías, para toda jerarquización, sin acceder a la diferencia misma –espacio neutro- que hace rotar todo el espectro de la realidad y de lo no real como potencias del pensamiento. Entonces, en este punto, a través de una experiencia de lo neutro y del afuera, es posible pensar el cuerpo desde la ausencia de cuerpo, pensar el hombre desde la ausencia de hombre, y permitir con ello que aparezca un pensamiento deshumanizado, sin el lastre de lo que el propio ser humano ha construido como interdicto de sí mismo, como barrera o distancia infinita por el mismo movimiento de reflexividad que supone pensarse –verse, ante el espejo, bajo la luz, y abrir infinitamente el espacio de retorno para la imagen representada-, y sin la acaparación de poder que el ser humano ejerce para decir qué es el hombre, para instaurarlo, para imponer una ideología de la vida, de la ley, de lo moral, a través de ese origen en el cuerpo erguido que alza la vista y cree poder conocer todo lo que cae bajo el reino de la luz, de nombrar todo lo que alcanza a vislumbrar, de dominar lo visible. Se trataría, en último término, de certificar el fin del hombre del mismo mdel mismo modo en que Nietzsche había certificado la muerte de Dios. (…)


miércoles, 2 de mayo de 2012

LA MUERTE DE ACTEÓN, DE JORGE FERNÁNDEZ GONZALO



Hablamos de nuestro cuerpo como si nos perteneciera o como si fuéramos nosotros. Pero ¿es posible escribirlo y hablar sobre él, o toda palabra está destinada a fundarlo en la misma medida en que lo corrompe nombrándolo? Con preguntas de esta índole comienza La muerte de Acteón. Hacia una arqueología del cuerpo, libro inquietantemente bello de Jorge Fernández Gonzalo, editado en Eutelequia y bellamente ilustrado por Miguel Ángel Moreno Gómez.


Al hilo de las reflexiones de pensadores de talla como Foucault, Lacan, Deleuze, Blanchot y Jean-Luc Nancy, se sumerge este escritor y poeta en las profundidades de la corporalidad en occidente. Bajo una mirada poética ensambla entre sus textos más teóricos otros descontextualizados cargados de símbolos. Su libro es un viaje multifocal y fascinante en torno a la relación entre signos y cuerpo. En esta travesía se va desempolvando al cuerpo del lenguaje que lo aprisiona. Cuerpo que parece manifestarse de un modo tan parecido a la manera en que se presenta la luz de Blanchot de la que se habla en este libro: luz que ilumina para que veamos lo iluminado sin que lleguemos a descubrirla, porque ella misma se oculta, borra sus huellas para, invisible, hacer visible al mundo. Con otras palabras, cuerpo que los signos suprimen como presencia para hacer de él una mera imagen representada, racional y humanamente accesible. Imagen engañosa que Jorge Fernández Gonzalo va revelando en sus cortes y flujos poéticos que restan peso a las palabras que dicen. En estos las palabras parecen comerse unas a otras para diluirse líquidamente y mostrarse al borde del abismo. Es ahí donde, si acaso, la poesía es capaz de aproximarse a decir el cuerpo sin destruirlo, en ese lenguaje del intersticio que mira desde afuera contra el imperialismo del lenguaje de la certidumbre.



El mito de la muerte de Acteón recorre el libro de Jorge Fernández Gonzalo, pero reinterpretado bajo una mirada que me parece sumamente atractiva.
Cuenta la versión más extendida de este mito que, cazando Acteón en el bosque, vio de pronto a la diosa Artemisa bañándose desnuda en el río. Se detuvo a contemplarla, fascinado de su belleza, y la diosa, enfurecida, se vengó transformándolo en un ciervo. Acteón fue devorado por sus propios perros, que no reconocieron a su amo en el cervatillo.
Jorge Fernández Gonzalo concibe este mito como la imposibilidad de asistir al significado último del cuerpo. En este caso, por parte de un Acteón que ve en la desnudez de Artemisa lo prohibido y lo que no se alcanza a comprender. El cuerpo desnudo de la diosa, desposeído de todo signo, supera todo raciocinio humano. Allí queda Acteón, “con su mirada mortal –muerta- contemplando la belleza que no se puede tocar, ni sentir, ni ver siquiera, porque es la belleza de una diosa, de un cuerpo totalmente fuera del lenguaje, del sentido, de la visión.” Acteón muere, por tanto, devorado por su locura, “por la locura del cuerpo vacío, impensado, indecible, inalcanzable.”

Acostumbrados como estamos a encerrar la realidad – en este libro, el cuerpo- en las rejas del lenguaje tan represivo como creativo, y a salvarnos en la decibilidad, la verdad innombrable puede más que Acteón.
En La muerte de Acteón, de Jorge Fernández Gonzalo, el cuerpo es, por consiguiente, lo que no puede decirse, cuerpo de la diosa Artemisa que se exhibe en su fondo blanco liberado del engranaje discursivo.

lunes, 26 de marzo de 2012

ANTONIO TABUCCHI, ENAMORADO DEL AIRE


¿Y si jugáramos al “juego del si”? quise proponerle a Antonio Tabucchi tras recibir la noticia de su muerte. Hablaba en mi pensamiento el recuerdo de la infancia que le asalta a un personaje de El tiempo envejece deprisa, libro de Tabucchi.

(El recuerdo le llegó como una voz desde la mesa de al lado, como si su tío estuviera escondido allí, detrás del seto que delimitaba la terraza del café.)

Su tío había ideado “el juego del si” porque sienta bien a la imaginación, sobre todo en determinados días de lluvia o si llueve y uno se ve forzado a permanecer encerrado en un sitio donde no hay nada que hacer, se aburre y con el aburrimiento llega la melancolía.
El juego consiste en inventar mientras más disparates, mejor.

(¿Y se me fuera a la luna a comerme los buñuelos de Caín? ¿Y si Caín nunca hubiera hecho buñuelos? ¿Y si …?)

¿Y si Tabucchi estuviera vivito y coleando viajando en un tren a la vez que deambulando por alguna calle?

(El tranvía se detuvo y abrió sus puertas. La gente entró. Esperó a que se cerraran. Vete, vete tranquilo, prefiero ir andando, así me doy un sano paseo. (…) El semáforo estaba en rojo. Se vio reflejado en el cristal de la puerta cerrada, aunque una tira de goma lo separara en dos. Estás bien así, partido en dos, querido mío, siempre partido en dos, una mitad aquí y otra allí, es la vida, así es la vida. (…) El tranvía arrancó. Se despidió con la mano, como si dentro hubiera una persona a la que dijera adiós.)

De este modo, otro personaje del libro de Tabucchi proseguía su viaje en el tranvía, mientras canturreando en la calle se despedía de sí mismo. Así imagino a este escritor ahora, mirando el cielo a través de la ventana del tranvía, entregado, como el hombre maduro de uno de sus relatos, a la “nefelomancia”, arte de adivinar el futuro observando las formas de las nubes. Al mismo tiempo lo veo desdoblado caminando en la calle, enamorado del aire,

(Yo me enamoré del aire, del aire de una mujer - proclama otro de sus personajes-)

pero afrontando "los vientos de la vida".

(el céfiro suave, el viento cálido de la juventud que más tarde el maestral se encarga de refrescar, ciertos ábregos, el siroco que te abate, el gélido viento de tramontana. Aire, pensó, la vida está hecha de aire, un soplo y ya está, y por lo demás tampoco nosotros dejamos de ser soplo, aliento, nada más.)

Ahí está Tabucchi, en el tranvía y pateando las calles tan reales como ficticias, sabedor de que las las historias son siempre más grandes que nosotros.

(Nos ocurrieron y nosotros fuimos inconscientemente sus protagonistas, pero el verdadero protagonista de la historia que hemos vivido no somos nosotros, es la historia que hemos vivido.)

Historias que seguimos viviendo en sus libros, las cuales -bien lo sabía Tabucchi, aunque no pronunciaran ninguna palabra en contra de los ideales del Estado, podrían ser llevadas al banquillo de los imputados. De ahí su empeño en desberlusconizar Italia y el mundo entero. Y su objetivo: acabar con el proceso contra la ficción y contra la humanidad que lleva a cabo el imperio de todos los Berlusconi en la tierra.

jueves, 22 de marzo de 2012

AIRE DE DYLAN, DE ENRIQUE VILA-MATAS



Tal vez una de las opciones modestas de rebeldía frente al principio de la realidad establecido sea un simple cruzarse de brazos. A modo de gesto de negación a ser un eslabón más de la cadena de la sociedad del espectáculo, decidirse por la indiferencia y no hacer nada. Es un interrogante que me asalta después de acabar la lectura de Aire de Dylan, de Enrique Vila-Matas.

¿Cuánto hay de real en la realidad? se pregunta en esta novela el joven Vilnius, aspirante a ser gandul como Oblomov, personaje ejercitado en el arte de encogerse de hombros. No es una pregunta baladí. Frente a la cultura del esfuerzo que le hace el juego a la tiranía de los dueños del mundo y de la realidad mediática, cabe replegarse, tal y como lo hacen en este libro Vilnius y los miembros de su fundada sociedad infraleve y ligera “Aire de Dylan”.

También se puede elegir contra el ruido del gran teatro del mundo apartarse de este sin moverse de sitio. Ir muy lejos quedándose quieto entregado al trabajo secreto con la conciencia. Es lo que hacen, según se lee en Aire de Dylan, los escritores, sabedores de que la vida en sus múltiples voces es otra cosa bien distinta de la realidad unidimensional en manos de unas élites canallas.

Sobre ello, entre otras tantas cosas, habla esta novela de estilo narrativo fluido, cargada de humor, ligera y a la vez honda. Sostenida en una afinada trama polifónica hamletiana impregnada de vida y literatura, sus protagonistas se mueven en ese terreno resbaladizo de la propia identidad, tan inalcanzable en su presunta unidad como el sospechoso relato autobiográfico. En este caso, autobiografía doblemente falsa, pues a la impostura de toda autobiografía señalada por Vila-Matas, se une el intento de la sociedad "Aire de Dylan" de escribir unas memorias apócrifas de un escritor muerto. Escritor de múltiples personalidades en una, que proclama: “Lo real es solo teatro, y nada somos sin la memoria que siempre inventa.” No importa si para fracasar, pues, como apunta Vila-Matas, el fracaso es tanto el destino de los mortales como sinónimo de la literatura en general.










viernes, 9 de marzo de 2012

RELATOS DE AIRE Y OTROS TIGRES, DE CRISTINA R. COURT


El jueves día 8 de marzo se presentó en la Casa de Colón de Las Palmas de Gran Canaria el último libro, publicado en ediciones Idea, de Cristina R. Court. Su título: Relatos de aire y otros tigres.
En el acto intervinieron, además de la autora, Eduvigis Hernández Cabrera y Elisa Rodríguez Court.
Aquí abajo los textos de las tres durante la presentación del libro:

CRISTINA R. COURT

Presentación Relatos de aire y otros tigres



Este libro aspira ser con humildad, ligera, grave y disoluta música de cámara. Este libro acerca una prosa poética que no se castiga con limitaciones de géneros y rescata el acontecimiento íntimo de un yo plural de voces.


Se concitan en estos relatos de aire las escalas de una mirada interior, el sentido de la pérdida, la celebración del vínculo con el otro y otros restos de naufragios.


“Relatos de aire”, porque su traslación al lenguaje se emplaza más allá de la contingencia de lo real. “Y otros tigres”, porque la autora quiere establecer un guiño con el diverso campo simbólico de este animal totémico, como deuda de amor a la tradición imaginaria en la que nos inscribimos.


Y así con esta imagen, reivindicar la travesía de los descreídos, la percepción de los fabuladores que se alzan sobre la pesadez del mundo.


Estos relatos siguen proliferando lo que a la autora ya le interesaba como itinerario narrativo en sus libros anteriores: agarrar por el cuello en el lenguaje al intervalo, realidades veladas que suceden todo el rato, y que adquieren una significación y presencia para una resuelta y misteriosa atmósfera literaria.


Siendo, por tanto, el elemento autobiográfico irrelevante, sin embargo esta escritura no puede sustraerse de su propia memoria, una suerte de recreación y filtración de la mirada, entrelazada ineludiblemente con los demás como destino.


La delicada traslación del otro en el relato es lo que aquí miramos: África, Caribe, criaturas turbadas, dichosas, devastadas y tantas otras islas.


Creo que todo libro se propone como una deuda de amor con todos los que nos agarraron por el cuello en el lenguaje y nos conmovieron.


Quiere esto decir, que uno es deudor de lo que hemos dado en llamar la tradición, una suerte de concatenación de experiencias del desvelamiento de la realidad y su representación, en la que nos inscribimos.


Siempre supe que el instrumento que quería tocar era el lenguaje. Sin ánimo de ponerme trascendente, fue un deslumbramiento instintivo por la palabra. Las infancias desdichadas se predisponen con más virulencia hacia una fuga que te permite soportar la insuficiencia de la realidad y menguar el dolor. De modo que la literatura desde siempre se constituyó en mi medio de transporte hacia la plenitud, la lucidez y la melancolía.


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EDUVIGIS HERNÁNDEZ CABRERA

La mirada se cuece lento

“La mirada se cuece lento” leemos en uno de estos relatos felinos de Cristina R. Court. Sin duda, la escritura, también.



Al menos, la escritura de Cristina es de las que deben al transcurso del tiempo, vale decir, a la experiencia y a la sabiduría del re-poso, su fundamento y su razón de ser.


El aprendizaje es largo y el camino puede estar plagado de escollos. Y ya se sabe, no es fácil elevarse para sortear los obstáculos. Aunque, ¿quién dijo que el tropiezo acarrea siempre malas consecuencias?


Para descubrirse otra, para habitar el otro universo que depara el hecho de escribir es preciso, quizá, soportar caídas sucesivas, verse y saberse en el dolor y ser luego capaz de escribirse.


Sí, “la vehemencia es heroica”, tal como aquí se dice, y la persistencia en la exploración incisiva del mapa que nos conforma no lo es menos, en particular cuando ese mapa se desdibuja con cierta frecuencia inexplicable.


Que la infelicidad da mucho más “juego” en literatura que la euforia ya lo sabíamos, pero haber padecido no garantiza la recreación certera mediante el uso de la palabra.


Y la palabra puede ser tristeza, duelo, fuga, o catástrofe, desconsuelo y corazón roto, hablar de ausencias definitivas y de lo que se pierde. La autora, en efecto, acuerda con Céline que “lo interesante ocurre en la sombra”, y consigo misma que los excesos del sentimiento acaban por dilapidarlo.


Sin embargo, no basta con efectuar un recuento de la erosión propia de la sustancia humana; hay que saber contarla.


El gran acierto de estos relatos aéreos es su cuidada arquitectura verbal, que no revela estridencias ni aun cuando descubre paisajes desolados, que no despliega aristas aunque recree temores y desamparos.


Estos textos respiran lejos del rencor y de la hiel, pues la madurez consiste tal vez en alcanzar la conciencia necesaria para volverse ecuánimes y permitirnos aspirar al equilibrio.


Ya que la escritura es vida y la vida es escritura, Relatos de aire y otros tigres nos ofrece un corto viaje existencial, sustancioso, literario, real cuanto más ficticio y viceversa.


Podríamos deducir que el ejercicio de la literatura no constituye casi nunca un paliativo aconsejable: es preciso hundir bien el afilado bisturí para luego aplicar el bálsamo adecuado. No existe mejor remedio que continuar hurgando y escribiendo, para el propio -y ajeno- bienestar y biensaberse.


Al final, “la esencia de todo aprendizaje” es “el principio esperanza” como concluye Cristina, el principio que motiva y recompensa el proceso de educación sentimental y reflexiva.


Si no hay que “pedir excusas por alcanzar el imperativo de la dicha”, las mismas se solicitan si estas impresiones de una lectora resultan desacertadas.


El único modo de averiguarlo es leyendo ustedes este libro.

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ELISA RODRÍGUEZ COURT

Porque por imperativo de la dicha, aquí se viene ya llorado



“Cuánto dura aún el futuro, hermano mío”, se duele la narradora en uno de los pasajes de Relatos de aire y otros tigres ante la pérdida de un hermoso amigo. Y hago referencia intencionada a la narradora como un modo de distinguirla de la autora de esta obra, Cristina R. Court. Porque si es cierto que este libro contiene autobiografía, de ninguna manera lo considero autobiográfico. Si acaso hablaría de autoficción o autobiografía bajo sospecha, términos acuñados por escritores como Ricardo Piglia o Enrique Vila-Matas. Porque, tal y como estos apuntan, incluso en el caso de que un escritor quisiera hablar de su vida, tendría que traducirse antes a sí mismo. Dejaría, pues, de ser él para, volviéndose otro, crear en la ficción una realidad nueva. Por tanto, Relatos de aire y otros tigres es un libro de ficción en el que Cristina ha pasado por un tamiz fragmentos del hecho de existir (entendido en un sentido amplio, que abarca también el bagaje literario propio de quien ha sabido digerir la literatura hasta fundirla con la vida), alcanzando una particular y peculiar voz narrativa. En su caso, bajo una prosa limpia, sugerente y cargada de bellas e inquietantes figuras poéticas.


Regreso a la frase que he elegido del libro para abrir este texto: “Cuánto dura aún el futuro, hermano mío.” Una elección por mi parte nada inocente, porque alude, en mi opinión, a la estancia en la que escribe Cristina: el futuro. Futuro, dicho sea de paso, con el que nada más nacer llegamos a la vida. En él toma asiento esta escritora para, tomándole la delantera al vértigo del inevitable último salto, saldar cuentas con la parte más innoble de la vida, retirar anclajes engañosos y ejercer el derecho a depurar la luz cegadora que impide ver que "todo lo interesante ocurre en la sombra". Es, a la vez, un modo de situarse en el ámbito de la anticipada reparación de cualquier perspectiva de acritud o resentimiento, así como una forma de desplegar el olfato en la detección de ánimas rancias que todo lo intoxican. Entre otros, seres que, a base del abuso de razón, extraen como vampiros la sangre ajena.


En última instancia, Cristina blande su mirada alta desde algún rincón del mundo, hecho de manso futuro, que le permite arrancar las vendas a sus ojos, contemplar la existencia a la cara sin temor y afirmarse en la vida. Se trata, en sus palabras, de hincarle el diente a la magdalena de Proust para que todo vuelva a modo de larga deuda de amor, y de vivir entre la gente que tiene la cara de la gente que ama a la gente. Con sus alegrías, fracasos, nostalgias, sueños y pérdidas. En definitiva, con todo lo que nos hace, sabiendo que la vida, lejos de ser una suma, es una resta, y sabiendo también que la vida, una paradoja, da tanto como quita. Mientras tanto, se impone el instante vertical del presente frente a toda lógica de inmolación, a todo desafecto y a esa mortecina tentación por la costumbre.


El libro de Cristina es un viaje que contiene otros tantos, reales, fabulados y reinventados que se emprenden hacia diversos horizontes. Como ella escribe, somos capaces de realizar el viaje más extremo con tal de imaginarlo. Es cuestión, por tanto, de gozar, en sus palabras, del privilegio del viaje, que indica no pedir excusas por alcanzar el imperativo de la dicha. Una dicha que, como un caleidoscopio, lleva asimismo el nombre de la nobleza del fracaso y del retiro voluntario. También el del dolor de reina, una vez que se ha desprendido uno bien de la pulsión por desaparecer, bien de la búsqueda del consuelo de los viajes iniciáticos, para flotar más allá de las contingencias de este mundo. Sin olvidar que "por imperativo de la dicha, aquí se viene ya llorado".

jueves, 1 de marzo de 2012

COSMOS: HINCAR EL DIENTE A LA MAGDALENA DE GOMBROWICZ


He llegado más tarde que otros lectores a Gombrowicz, pero felizmente he llegado. Todavía solo a una de sus obras, Cosmos, pero ya convencida de que me esperan muchos otros libros suyos a los que hincarles el diente como lo hizo Proust a su magdalena. Magdalena de la que dice Enrique Vila-Matas en uno de sus libros que, lejos de ser un motivo del que se vale Proust para recordar toda una época de su vida, se vuelve un procedimiento para pasar de un plano a otro en la narración.

Como lectora le he podido hincar el diente a la magdalena de Gombrowicz. En Cosmos esa magdalena empieza por ser un gorrión colgado de la rama de un árbol. Es una sola imagen que aparece en toda su luminosidad una vez que este escritor la ha aislado de la infinidad de fenómenos que se dan en la realidad. Como él mismo escribe, después de elegir un fenómeno, el resto desaparece en la sombra, de igual modo que si fijamos los ojos en un solo punto del mapa sabemos entonces que se nos escapan todos los demás. Concentrado en un objeto, este empieza a cargarse de sentido, deja de ser  ordinario y se convierte en una obsesión. ¿Acaso la realidad no es, en esencia, obsesiva?, se pregunta en "Fragmentos de mi diario en los que se habla de Cosmos." Y responde: 

Dado que nosotros construimos nuestros mundos por asociación de fenómenos, no me sorprendería que en el principio de los tiempos haya habido una asociación gratuita y repetida que fijara una dirección dentro del caos, instaurando un orden.
Hay algo en la conciencia que se convierte en trampa de ella misma.

Por tanto, Gombrowicz nos previene desde el principio de su libro del carácter gratuito de toda lógica en ese proceso de búsqueda de una forma que organice la violencia de los acontecimientos. Lógica astuta elaborada a base de suposiciones, asociaciones e investigaciones que imponen al caos un orden. 
En la misma línea se pronuncia con lucidez Enrique Vila-Matas en Chet Baker piensa en su arte cuando escribe:

Nos tranquiliza la simple secuencia, la ilusoria sensación de hechos. Sin embargo, hay una gran divergencia entre una confortable narración y la realidad brutal del mundo.

En la visión de Claudio Magris en El infinito viajar, la narrativa más auténtica cuenta a través de la toma directa de los hechos, de las cosas, de esas transformaciones locas y vertiginosas que impiden captar el mundo en su totalidad y ofrecer una síntesis de él, permitiendo capturar, como el reportero en la barahúnda de la batalla, solo algunos fragmentos.


Gombrowicz no solo nos advierte de entrada de la imposibilidad de captar la realidad en su totalidad y de la elección arbitraria de acontecimientos. Nos expone desde el principo de Cosmos, a modo de notas, sus procedimientos narrativos. Pero también en las páginas de su libro hablan estos procedimientos a través de la voz del protagonista y narrador en su intento de organizar el caos. De ahí que la trama, muy bien construida, vaya a la zaga del estilo. Una trama, en mi opinión, imposible de ser nombrada, puesto que lo principal de Cosmos radica en la búsqueda de lazos entre acontecimientos que en apariencia nada tienen que ver unos con otros. El arte de Gombrowicz reside, consiguientemente, en tornar fenómenos y sucesos arbitrarios en vasos comunicantes misteriosos mediante los cuales es capaz de forjar una narración discursiva. Dicho con otras palabras, construye una trama sólida que revela a la vez su carácter fortuito, dada la relatividad de las asociaciones.
En última instancia, en Cosmos toma la palabra la fragmentación del conocimiento humano propia de nuestra incapacidad de conocer la realidad en su totalidad.

¿De qué habla, pues, Cosmos? A los buscadores ávidos de tramas, amantes de la narrativa realista que imita la realidad, les aconsejaría que se abstengan de leer este libro. A los lectores exigentes que anhelan sumergirse en la realidad caótica para recuperar de ella algunas parcelas fragmentarias o bucear en el fondo de la cambiante y contradictoria naturaleza humana, les diría que Cosmos habla de un gorrión colgado -primera imagen luminosa a la que he aludido antes- y un palito colgado y un gato colgado y un hombre colgado. A la vez, de bocas que se abren a nuevas bocas, las cuales, como los primeros, se relacionan, se oponen, se asocian, se comunican, se yuxtaponen. A partir de estas pocas ideas, vale la pena sumergirse en el libro.  

Cosmos es también, entre otros, un camino de hallazgos buscados cuya finalidad no es otra que darle nuevos sentidos a las acciones. En esta travesía refulge la naturaleza humana inmersa en una atmósfera de tensiones que lo contamina todo. Como se lee en el libro:

Aunque cada uno hacía todo lo posible por comportarse con desenvoltura, era precisamente aquella aparente naturalidad lo que parecía teatral.


Ninguna distancia logra cancelar las tensiones debidas a ciertos acontecimientos, presencias o recuerdos. Al contrario, contemplados estos en la lejanía, cristalizan y se consolidan. Por mucho que se desplacen los personajes al otro lado de la orilla, permanecen en su nueva estancia solo en relación con la realidad que se ha dejado atrás. Con las mismas incertidumbres y el mismo sentido de culpa, con los mismos celos y sospechas, la misma desconfianza y felicidad inactiva. También con la impotencia de la mente frente a una realidad que la supera, la anula y la burla. De este modo, cualquier posibilidad en el libro es realizable, por lo que igualmente toda trama es, gombrowiczamente, posible.  

sábado, 18 de febrero de 2012

BIBLIOTECA NACIONAL, DE MARIO CRESPO



Biblioteca Nacional es la novela de Mario Crespo, recién publicada en una edición bien cuidada y bella de Eutelequia. De ella podría decirse lo que piensa su protagonista, el escritor principiante Pablo Villa, de la insólita historia que le cuenta un personaje de este libro: "No se trata de la trama en sí misma, sino del material que ha elegido para estructurarla."
No es que a la novela le falte trama. La tiene y discurre a lo largo del libro mediante una escritura fluida, precisa y de altura narrativa. No obstante, lo principal parece revelarse en el camino durante el cual la trama se expande hacia nuevos horizontes temáticos que, en última instancia, hablan de literatura.

Ya desde los inicios de la novela se presenta a Pablo con un tumor diagnosticado y en tratamiento con quimio y radioterapia. Su enajenación de la realidad, debido a que no soporta las banalidades ni la rutina de su trabajo en la Biblioteca Nacional, se intensificará progresivamente con esa sensación de verse arrojado del mundo propia de quienes, aquejados de una grave enfermedad, parecen mirar el mundo desde fuera. Su situación es, por tanto, la misma del escritor que toma distancia de la realidad para, recreándola, inventar universos alternativos en su escritura.
También Pablo Villa contempla, como los escritores, el mundo con extrañeza. Por eso la enfermedad en un hombre como él, apasionado de la escritura y con afán de escribir, le lleva a darle sentido a su vida explorando tanto en los insterticios más insólitos del terreno de lo real -en sus sótanos, en este caso, en el Depósito de la Biblioteca Nacional- como en la literatura a través del ámbito digital. Aún más: creyéndose víctima del espionaje por parte de un escritor llamado Mario Crespo -de igual nombre que el autor de esta novela- y por el escritor Enrique Vila-Matas, termina por delatarse a sí mismo como espía, símil de la condición del escritor cuyo oficio es el espionaje de otras vidas.

Ahí donde cree ver "ladrones de sus ideas" se revela, finalmente, "una forzada búsqueda de la casualidad" que él mismo ha emprendido. Antes ha estado convencido de que Mario Crespo y, en cierta medida también Enrique Vila-Matas, le robaba sus pensamientos adelantándose a escribirlos en sus textos. Pero ya se sabe lo que ocurre con las búsquedas en Google, parece querernos decir el autor de esta novela: Google no solo es ese ojo del Gran Hermano de Orwell que todo lo vigila y controla, sino también funciona como mapamundi a la vez que como recipiente o morada en miniatura de todo lo escrito. Por consiguiente, es lugar de repeticiones pero también de plagio entendido como arte para crear algo nuevo.

En la misma línea de reflexiones acerca de Google, la blogosfera y la Red en general, Pablo Villa desentraña la noción del pendrive en relación a la obra de Enrique Vila-Matas, una presencia constante en esta novela. Tomando como referencia especialmente los universos portátiles y la sociedad shandy de Historia abreviada de la literatura portátil (libro de Vila-Matas), sus pensamientos giran en torno a la semejanza que guarda la maleta portátil de Duchamp y Vila-Matas con la USB, pues como se lee en esta novela: "Dentro de un pendrive cabe toda una vida: todos los documentos que nos conciernen, los Presupuestos Generales del Estado, los trapicheos de la trama Gürtel, la obra entera de un artista. Una USB es un mundo, un universo, una vida."   

La enfermedad de Pablo Villa es motivo de exploración, como se ha dicho aquí más arriba, pero a la vez la literatura se presenta como enfermedad bajo la mirada ajena de los demás. En este caso, de María, la mujer del protagonista de Biblioteca Nacional. Borradas las fronteras entre el sueño y la vigilia, Pablo Villa llega a confundir patológicamente los planos de la ficción y la realidad. Es su modo también de huir de sí mismo, de su estado de enfermedad física, de la brutal rutina del trabajo y de las servidumbres a las que le somete el principio de la realidad establecido.

Biblioteca Nacional es una novela de alter egos, desdoblamientos y dobleces de la identidad cuya máxima expresión la encarna fundamentalmente el trío Guardiola, Enrique Vila-Matas y el personaje Mario Crespo. El tema del doble recorre, por tanto, este libro, un bello homenaje también a los artistas que no sucumben a las demandas del mercado y que disponen de la oportunidad de expresarse libremente en la blogoesfera y en la Red en general. Perlas que pueden descubrirse ahí donde reina a la vez tanta escritura pudibunda, sin noche alguna.
En el libro se revela un juego de luces y sombras en torno a diversas variantes de la luz, así como alrededor de la atmósfera y el aire y la niebla y la nube y el humo. Sobre ello y todo lo demás podrán averiguar quienes se animen a adentrarse en su lectura, que recomiendo.

El autor de esta novela se sumerge en las profundidades de la Biblioteca Nacional y en su entramado de relaciones humanas, hostiles y amigas. A la vez, bucea en la vida cotidiana, fuera de la Biblioteca, hecha de afectos, equívocos y amores de diversa índole; de rutinas y caminos o atajos que se toman para escapar a estas. Y lo hace en un escenario de referencias literarias bajo las que desfilan escritores y obras que hacen que el libro sude literatura por sus poros. Un bello regalo en medio de tanto ruido mediático, tanta estupidez y mediocridad.  

miércoles, 15 de febrero de 2012

LA MÚSICA EN UN TRANVÍA CHECO: LAS GOLONDRINAS DE KARLA OLVERA





Cuenta Karla Olvera en su libro La música en un tranvía checo, galardonado con el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2011, sobre la niña del Baumgarten, motivo de una de las entradas en el diario de Kafka. Una criatura cándida de cinco años que pregunta en el parque a un adulto que la acompaña: "Quién es el que lo hace con la saliva?" Responde este: "Te refieres a la golondrina."
Karla Olvera habla de esta niña de la nota de Kafka a la que posiblemente le maravillara la idea de que pájaros tan pequeñitos pudieran construir sus nidos con saliva. Casas bellas y originales y, además, seguras. Añade esta escritora más adelante que el nido de las golondrinas es el modelo perfecto de lo insólito, de lo bello e inverosímil. Y frente a lo insólito la gente no suele saber comportarse, porque pertenece a ese ámbito donde se hace posible, en palabras de Karla Olvera, "la invención, asimilación y creación de objetos y situaciones que violentan la realidad de una manera sublime". Es tal vez de ese sentido de la extrañeza que hace tambalear la seguridades amuralladas de lo que habla, entre otras cuestiones, esta escritora.
Ella no necesita recurrir a realidades trascendentes para mostrar lo familiar en lo más extraño y viceversa. De ahí que los ensayos reunidos en su libro funcionen como un diario íntimo en el que registra pasajes de la realidad que, pese a su aparente inmovilidad, se revela en toda su esencia cambiante. Lo hace a través de sus ojos contemplando los hallazgos cotidianos de los otros, en este caso los de Kafka, Pessoa y Virginia Woolf escritos en sus diarios. De este modo, se podría decir que su libro es un diario íntimo en el que sus ojos miran cómo otros miran. En consecuencia, lo que prevalece es la propia mirada, pues como ella misma sabe, fortis imaginatio generat casum. Así se revelan a lo largo del libro las diferentes variantes de golondrinas que pueblan el imaginario de Karla Olvera, quien crea a través de su escritura una amplia gama de motivos bellos y transparentes como esa impoluta saliva de la que habla para aludir a lo que hace al nido de las golondrinas. Centra, pues, su atención en los hallazgos cotidianos casi inverosímiles que suelen pasar desapercibidos, pero cuya belleza y excéntricas nimiedades se vuelven, una vez que se han recuperado, piedras preciosas que estaban llamadas a ser. No parece entonces extraño que el primer capítulo de su libro lleve este título, tomado de una cita de Alan Pauls referida a los diarios íntimos.

Dice la autora de La música en un travía checo que decidió abordar estos hallazgos de la misma manera en la que dio con ellos, es decir, vagando. Su libro es un viaje en cuyo itinerario "la imaginación es el único cicerone". Imaginación, la de Karla Olvera, en la que se funden el arte y la vida. Por eso en su libro se entreveran imágenes cinematográficas y fragmentos musicales, así como un amplio repertorio de referencias literarias. Todo ello se muestra en su escritura tanto bajo el procedimiento de las matrioshkas -sobre las matrioshkas habla también ampliamente en su libro- donde un pasaje de la realidad lleva dentro de sí otra realidad que lleva en su interior otra y así sucesivamente, como en un trayecto zigzagueante, sin meta pero con sentido. Un viaje aleatorio en el que esta viajera nos va descubriendo piedras preciosas que nos invitan a su contemplación instantánea. Sin embargo, pese a su fugacidad, ahí han quedado escritas en La música en un tranvía checo, libro que contiene mentiras hermosas. Como bien dice la misma Karla Olvera, toda ficción "es la más bella y fantasiosa mentira que existe, sólo que los lectores aceptan gustosos que se les mienta. La ficción supone un pacto entre el lector y la literatura que se le presenta, el llamado pacto ficcional." En este caso, para sumergirse en el universo literario de Karla Olvera, cuya mirada poblada de golondrinas ha convertido mediante la escritura hallazgos de otros en nidos preciosos que estaban llamados a ser.   

sábado, 4 de febrero de 2012

NADA LE IMPORTA A LA MECHA OCUPADA EN SU AFÁN FOSFÓRICO


En la lectura parece borrarse el mundo entre la lámpara y el libro. Aquel sigue su curso, pero el lector, recortado en la realidad, concentra su mirada en el espacio que se abre entre sus ojos y las letras. En palabras de Pascal Quignard en El lector:

El libro es la ausencia de mundo.

El lector está dos veces solo, porque, como dice también este escritor, a la ausencia del mundo que es el libro se suma esa ausencia del mundo que es la soledad. Por tanto,

solo como lector, está sin el mundo: en la medida en que está con su libro. Solo "con" su libro ("en la intimidad de" su libro), que es la privación del mundo.

Un lector sumergido en la lectura de un libro suele ser una imagen inquietantemente fascinante para quienes lo miran leer. Sobre esta sensación ha escrito el narrador y protagonista de Los apuntes de Malte Laurids Brigge, de Rilke. En un pasaje del libro recuerda lo pequeño que todavía debía ser cuando estaba de rodillas en la butaca para alcanzar más cómodamente la altura de la mesa en la que dibujaba. Era de noche, en invierno, y no había otra lámpara en la habitación que la que alumbraba sus hojas y el libro de su mademoiselle. Ella estaba sentada a su lado, un poco más atrás leyendo. Escribe:

Ella estaba muy lejos cuando leía, y yo no sé si era en su libro; podía leer durante largas horas, volvía raramente las páginas, y yo tenía la impresión de que bajo sus ojos las páginas se hacían sin cesar más llenas, como si su mirada hiciese nacer allí palabras nuevas, ciertas palabras que ella necesitaba y que no estaban allí. Imaginaba esto mientras dibujaba.

Estas palabras de Malte Laurids Brigge parecen aludir a ese tipo de lectores activos que no reciben pasivamente la lectura de una obra, sino que son capaces de leer otro libro, el suyo propio, del mismo libro. Lectores que durante el proceso de lectura construyen mundos imaginarios alternativos. Es el caso de Anna Karenina en un pasaje de la obra homónima de Tolstói. Sobre esta escena han escrito tanto Ricardo Piglia como Enrique Vila-Matas.

Anna Karenina viaja en un tren, se acomoda, saca un almohadón y se lo pone en las rodillas. Se envuelve las piernas con una manta, le pide a su criada la linterna, saca de su bolso un cortapapeles y una novela inglesa y se entrega a la lectura. Escribe Ricardo Piglia en El último lector que todo está en esa descripción, en los detalles que construyen la escena de la lectura:

la sensación de abrigo y de comodidad, la linterna -un momento que me parece fantástico: ella tiene su propia luz-, la criada que la atiende, las relaciones sociales que sostienen de manera implícita la escena y, por supuesto, la práctica previa a la lectura, que ya se ha perdido, de abrir los libros, de separar sus páginas con un cortapapeles.

En El lector activo, un texto de Enrique Vila-Matas, se lee al respecto:

Asocio la linterna de Anna con aquella peculiar luz propia, cuya necesaria existencia percibiera Paul Valéry cuando en sus Cuadernos consideró plausibles un tipo de obras que contaran con la iluminación propia del lector, es decir, un tipo de obras escritas sin pensar en darle algo a quien lee, sino, al contrario, pensando en recibir de él: “Ofrecer al lector la oportunidad de un placer -trabajo activo- en lugar de proponerle un disfrute pasivo. Un escrito hecho expresamente para recibir un sentido, y no sólo un sentido, sino tantos sentidos como pueda producir la acción de una mente sobre un texto."

Antes ha tenido Anna Karennina que hacer un esfuerzo por superar la distracción ante tanto ajetreo en el tren. Pero finalmente se ha ausentado del mundo para instalarse, en palabras de Pascal Quignard, en la intimidad del libro. Concentrada plenamente en la lectura, debió sentirse como la mecha de la que habla Emily Dickinson en uno de sus poemas:

Arde dentro la lámpara, segura.

Aunque los siervos traigan el aceite,
ello nada le importa a la mecha ocupada
en ese afán fosfórico.

Es una sensación que se complementa, a modo de contraste, con otra que produce un poema chino del siglo XVIII del poeta Yan Tsentsai, el cual he leído en El último lector de Ricardo Piglia. Titulado En la noche profunda, lo escribe Kafka a Felice Bauer en una carta del 24 de noviembre de 1912: 

En la noche fría, absorto en la lectura
de mi libro, olvidé la hora de acostarme.
Los perfumes de mi colcha bordada en oro
se han disipado ya y el fuego se ha apagado.
Mi bella amiga, que hasta entonces a duras penas
había dominado su ira, me arrebata la lámpara
y me pregunta: ¿Sabes la hora que es?

jueves, 2 de febrero de 2012

UN HECHIZO ESPECIAL ADQUIERE UN ROSTRO SI ES TAN SÓLO ENTREVISTO


Cabría preguntarse qué ocurriría si alguien regresara de la muerte y nos dijera que el mundo del más allá existe y es tan aburrido como el de la tierra. Es probable que entonces se les acabaría la inspiración a los escritores y a los poetas. La literatura se quedaría muda.
Es esta una de las cuestiones que se narran en Así que Usted comprenderá, una breve e inquietante obra de Claudio Magris. En ella recrea este escritor el mito órfico cediendo la palabra a Eurídice, un homenaje a su mujer ya muerta. Habla, además, de la poesía como intento de vencer la línea tan tenue como abismal entre el reino de los vivos y de los muertos.

Claudio Magris mira de lleno a la cara de la muerte. La protagonista Eurídice, mujer de poeta, ha fallecido y este urde un proyecto para rescatarla del Hades y hacerla regresar a la vida. El fracaso del plan liberatorio lo causa la propia Eurídice. No quiere revelarle a su marido que el mundo del más allá es igual de aburrido y vacío que el del más acá. Así le habla al Presidente de la Casa de Reposo eterna donde se encuentra:

¿Cómo decirle que, aquí dentro, aparte de la luz mucho más tenue, es como allí fuera? Que estamos detrás del espejo, pero que ese reverso es él también un espejo, igual que el otro.

La literatura deforma, disfraza y maquilla a la muerte, pero la protagonista de Así que Usted Comprenderá ha descubierto que tampoco en el Hades se accede al conocimiento de la última verdad. No desea, por tanto, regresar al reino de los vivos y defraudar las expectativas del poeta. Escribe Magris en la voz de ella hablando de su marido:

Cantar el secreto de la vida y de la muerte, decía, quiénes somos de dónde venimos a dónde vamos, pero dura es la frontera, la pluma se rompe contra las puertas de bronce que esconden el destino, y así nos quedamos fuera devanándonos los sesos sobre el transcurrir y el permanecer, sobre ayer sobre el hoy y el mañana, y la pluma sólo sirve para llevársela uno a la boca y chuparla.

Cómo decirle al poeta que tras la puerta no hay nada nuevo, sino un mundo tan opaco como el de la tierra. Para él

la poesía tiene que descubrir y decir el secreto de la vida, rasgar el velo, abatir las puertas, tocar el fondo del mar donde se esconde la perla.

Ella no desea aguarle la fiesta. De revelarle su descubrimiento, vería un hombre acabado, un poeta condenado al silencio por habérsele robado el tema. Prefiere dejarlo en manos de la poesía, vano intento de rasgar las vestiduras a la verdad desnuda. En versos de Emily Dickinson a través de los cuales parece hablar de la protagonista de Así que usted comprenderá

Un hechizo especial adquiere un rostro

si es tan solo entrevisto.
La dama no se atreve a alzar el velo
por temor a que, así, se desvanezca.

(...)

Y se debate en dudas
por si el encuentro anula la querencia
que la imagen alienta.

miércoles, 1 de febrero de 2012

LEJOS DE VERACRUZ: VEJEZ Y LITERATURA


Me persiguen unas palabras de Baudelaire en Las flores del mal:

Calma chicha, gran espejo de mi desesperación.


Es la misma cita con la que Joseph Conrad abre La línea de sombra. Entonces me viene a la mente una imagen de este libro: un barco en altamar atrapado en una inquietante inmovilidad. Dice el narrador:


De tiempo en tiempo se levantaba una brisa variable y engañosa, que solo despertaba nuestras esperanzas para hundirlas acto seguido en el más amargo desengaño; promesas de avance que se resolvían en pérdida de terreno, que expiraban en un suspiro y morían en aquella inmovilidad muda, bajo la cual las corrientes proseguían su marcha: su marcha hostil.


Parece una metáfora del transcurso del tiempo, pienso. Tiempo que se torna en calma chicha propia de la vejez, porque, como se dice también en esta obra de Conrad,


sí, caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar tras de nosotros la región de nuestra primera juventud.


Primera juventud y las subsiguientes etapas que se sucederán hasta dejarlas todas atrás. Sin embargo, cabe la posibilidad de adelantarse a la llegada de la vejez suicidándose. Es el caso de Antonio Tenorio, hermano del narrador y protagonista de la novela de Enrique Vila-Matas titulada Lejos de Veracruz. Escritor de libros de viajes sin haberse movido jamás de su ciudad, no soportó la idea del envejecimiento y se quitó la vida. Horas antes de su suicidio empezó a escribir un libro al que tituló El descenso. Apenas dejó unas líneas escritas y un fragmento del poema El descenso de William Carlos Williams. Unos versos en los que tal vez buscara en vano un consuelo:


El descenso seduce
como sedujo el ascenso.
Nunca la derrota es solo derrota pues
el mundo que abre es siempre un paraje
antes insospechado.


Cuenta el narrador del libro que Antonio Tenorio se arrojó por la ventana de un tercer piso. Renunció a la vida, porque discrepaba de esa idea "tan vulgar y socorrida" de que lo más sensato que puede un hombre hacer es aceptar que le ha llegado la hora del descenso y dedicarse con dignidad a envejecer. Sin embargo, no opina igual su hermano menor, el narrador. Hombre iletrado, se ha dedicado a vivir la vida, viajando de un lado a otro hasta descender a los infiernos. Es manco y, aunque solo tiene 27 años, se siente cansado y viejo. Finalmente se entrega a la lectura y la escritura. La literatura será su último refugio.


En el último rincón del mundo recuerda su vida y escribe en su cuaderno sobre su condición de hombre acabado. En consonancia con los versos de William Carlos Williams, dice:


Es mi estado ideal el recogimiento, estar apartado del mundo. Solo estoy bien si me siento viejo (...) Me encanta pensar que sólo el gran fracaso que ha constituido mi existencia me da al fin la paz y la felicidad que busqué como un ciego en el amor y otras zarandajas.


Porque también el recogimiento es un requisito indispensable para la escritura, una vez que el narrador y protagonista de Lejos de Veracruz se ha entregado a "la dignísima tarea de envejecer", establece una similitud entre vejez y escritura. Lo hace recordando unas palabras escritas por su hermano Antonio. Dice:


La literatura y senilidad se parecían mucho, pues ambas tenían la ventaja de situarse fuera del obsceno juego de la llamada realidad -eso que, por ejemplo, llamamos la lucha por la vida- y eran además, el refugio ideal para protegerse de las heridas insensatas y de los golpes absurdos que la "horrenda vida auténtica" -así la calificó entonces él- nos propina cruelmente en el momento de su transcurrir.


Antes de buscar refugio en la escritura pensaba que le enseñaba más la vida que los libros. Creía que su contacto directo con el horror, la vulgaridad y la monstruosidad del mundo le harían más humano y lo curtirían para llegar algún día a ser un héroe de la vida y no el típico aficionado que ve los toros desde la barrera. Pero no alcanzó ninguna visión interesante de toda esa monstruosidad, pues como escribe Enrique Vila-Matas:


Si uno vive en la monstruosidad misma difícilmente pueda verla ni verse a sí mismo como podría haberlo hecho de tener la inteligencia de saber mirarlo todo desde fuera.


Una idea parecida le transmite Kafka a Felice Bauer en su carta de un día de enero de 1913. Aludiendo a ese recogimiento como condición primordial de la escritura, le habla de su forma ideal de vida: encerrarse en una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Le dejarían la comida lejos, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Su único paseo sería ir en pijama a recogerla y después regresar a su mesa, comer lenta y concienzudamente, y enseguida se pondría de nuevo a escribir.


El narrador y protagonista de Lejos de Veracruz se propone pasar el resto de sus días redactando una novela basada en su cuaderno. Confiesa que falseará la realidad, contando verdades fingidas como hacen los novelistas. En su descenso a los infiernos cometió innumerables fechorías, llegando a convertirse en un asesino. Ahora es, en las propias palabras,


un asesino que mata la vida escribiendo, ya que no tengo nada mejor que hacer (...) y porque encuentro un placer en estar escondido, y porque estoy desengañado ya para siempre de la vida.


Es su modo particular de asumir el propio descenso: querer volverse escritor para huir de la derrota de su vida. Por eso se pregunta, con la peculiar ironía de Vila-Matas, en la última página del libro:


¿Acaso la ambición no es el último refugio del fracaso?


Sean cuales fueren los motivos que le han llevado a la escritura, el narrador encuentra en su retiro un modo de desposesión de sí mismo. Se ubica afuera de la vida, como los escritores, convirtiéndose más en testigo que protagonista.

También Borges resaltó, bajo su perspectiva, las virtudes del recogimiento. Ya viejo, nos legó un poema en el que parecen darse la mano la vejez y la escritura como necesario espacio de sombra arrancado a la inercia de la vida. El Elogio de la sombra empieza así:


La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.

Termina diciendo que ya puede olvidar y llegar a su centro:


a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.

Tal vez no venimos de la vida, sino de la muerte, y la vida no sea más que nostalgia de la muerte, como escribe Vila-Matas en Lejos de Veracruz. Por eso seguramente el descenso, cuando se emprende, no sea tan angustioso como parece verse desde fuera.
El tiempo, indiferente a nuestra mirada, sigue caminando, y todo parece volverse más sencillo para quienes ya se han distanciado del curso de la existencia y deciden marchitarse en la verdad. Como escribe Emily Dickinson en unos versos que parecen estar destinados al narrador y protagonista de Lejos de Veracruz:


Cuando uno ha renunciado a su existencia,
marchar hacia el descanso
parece ser fácil: como, al dirigirse
el día por completo hacia el poniente,
las cimas que quedaban ya las últimas
persisten en su pena
tan poco como el yodo
sobre la catarata.