viernes, 23 de mayo de 2014

LÁGRIMAS



Hay lágrimas y lágrimas. Con ellas, dependiendo de las situaciones, se manifiesta remordimiento, miedo, dolor, rabia, hartazgo, impotencia, alegría, pena… Algunas delatan a quienes las derraman. Otras no permiten averiguar las motivaciones de los que lloran. Se puede, además, verter lágrimas por todo y nada. También es posible fingir sentimientos con un lloro falso, encubridor de la indiferencia. Pocos recelarán de quienes lloran en escenarios que lo requieren. Sin embargo, la ausencia de lágrimas en tales circunstancias suele despertar sospechas, como ocurrió, por ejemplo, en el caso de Meursault, protagonista de El extranjero, de Albert Camus. Cometió un crimen aparentemente inmotivado contra un hombre, y en el juicio, enfocado hacia su condena a la pena capital, se le acusa de haber dado muestras de insensibilidad el día que enterraron a su madre.

Recuerdo ahora también un suceso significativo al respecto que vivió Mo Yan de niño. Lo contó en su discurso con motivo del Nobel. Cursaba el tercer año de primaria y la escuela organizó una visita a una exposición sobre el sufrimiento. Los alumnos debían llorar, según las órdenes del profesor. Para que este advirtiera su obediencia, Mo Yan no quiso secarse sus lágrimas. En la sala vio cómo unos compañeros de clase se mojaban a escondidas los dedos en la boca y se pintaban dos líneas de lágrimas en la cara. Entre todos los que lloraban, ya fuera de verdad o de manera hipócrita, descubrió de pronto a un alumno que no mostraba ni una sola lágrima. Ni siquiera se tapaba el rostro con las manos para simular tristeza. Tenía una expresión de sorpresa y los ojos bien abiertos, como si no entendiera. Más tarde, le denunció Mo Yan ante el profesor y el colegio decidió castigarlo. Muchos años después, el futuro escritor confesó a su profesor la pesadumbre que le causaba este acontecimiento. Supo entonces que más de una docena de alumnos también había acusado al compañero.

Este niño murió hace mucho tiempo, pero cada vez que Mo Yan recuerda la anécdota, se siente muy apenado. Aprendió, dijo, una gran lección con este asunto: “Aunque todo el mundo llore, debemos permitir que haya personas que no quieran llorar. Y como hay otras que fingen sus lágrimas, entonces debemos sentir una especial simpatía hacia los que no lloran”.



 



viernes, 9 de mayo de 2014

MALENTENDIDOS



Parece cierto que casi nada es lo que parece. Me viene a la mente este pensamiento después de asistir a la siguiente escena: un joven de unos 17 años patina en un skate por la acera. Dos policías levantan la mano, corriendo tras él, y le ordenan detener la marcha. Estoy en la acera de enfrente, mientras observo cómo el joven se quita la mochila de su espalda y hurga en ella. Supongo que busca su carnet de identidad para mostrarlo a los polis. ¿Por qué diablos lo han parado? No sé si está prohibido circular en una tabla por la acera. O tal vez sea su apariencia medio hippie la que ha llevado a sospechar algo malo de él a los polis. ¿Qué pensarían otros, si estuvieran contemplando también este suceso? Un hombre se aproxima desde uno de los extremos de la acera donde estoy plantada y, viéndome mirar, detiene su caminata. Se coloca a mi lado, mira al frente y de pronto emite su juicio: “Seguro que es un chorizo y esconde en su mochila lo que acaba de robar.” Con la misma, sigue caminando.

Me alejo de la zona como una forma de distanciarme también de las preguntas. Algo activa en mi memoria el recuerdo de una anécdota leída hace muchos años en el relato Algo por lo que recordarme, de Saul Bellow. Si ahora la memoria no falsifica del todo la evocación de aquel pasaje, veo a ese adolescente del relato llevando una vida desenfrenada que no se corresponde con su edad. Un día huye de su casa en busca del jolgorio callejero, dejando atrás a su madre moribunda en la cama. No sé si para huir del penoso trance de verla morir, prolonga su diversión y se monta su fiesta particular. Acepta mantener relaciones sexuales con una mujer y vive entonces su primera experiencia sexual. Cuando regresa a casa, su padre abre la puerta y lo recibe con una fuerte bofetada.

Si hubiésemos presenciado cualquiera de nosotros ese instante del bofetón, ¿qué habríamos  pensado? ¿De qué lado nos habríamos puesto? ¿De parte del adolescente o del padre?

Es probable que nuestras particulares versiones de los hechos confirmaran la capacidad de los malentendidos, de los prejuicios, para construir nuestras verdades. El adolescente del relato se alegra de la bofetada recibida. Si su padre le hubiese dado un beso, habría sabido que su madre ya había muerto.