jueves, 24 de mayo de 2012

LA QUIETUD EN EL CUARTO ERA QUIETUD DE AIRE EN CIELOS DE TORMENTA




Tres son los temas de la vida: el amor, la muerte y las moscas. Son palabras de Augusto Monterroso, las cuales ha reinventado Enrique Vila-Matas en varios de sus textos. También en su libro Dietario Voluble, en el que afirma que no hay un solo escritor profundo que alguna vez no haya dicho algo sobre las moscas.

Marguerite Duras dice en Escribir que se escribe para mirar morir una mosca. En este libro dedica un amplio espacio a una mosca moribunda. Persigue su rastro hasta que, finalmente después de un tiempo largo, termina muriendo a una hora que ella registra en su obra.
Porque Duras lo ha escrito, queda el testimonio de la existencia de esa mosca, de la duración de su muerte lenta y de su miedo atroz. Y a la inversa: porque ella la ha mirado y visto morir, ha podido escribir sobre este insecto. Así se expresa:

Sí. Eso es, esa muerte de la mosca se convirtió en ese desplazamiento de la literatura. Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una mosca. Tenemos derecho a hacerlo.

Parece que con frecuencia se interpone una mosca entre la mirada y la hoja en blanco. También entre la vida y la muerte, como es el caso de Emily Dickinson, cuyos versos de un poema hablan así:

A una mosca, al morirme, oí zumbar.
La quietud en el cuarto
era quietud de aire
en cielos de tormenta.

Y justo entonces
se interpuso aquella mosca
con un azul, incierto, vacilante zumbido
entre la luz y yo.

Conocida es, asimismo, la anécdota de la mosca de Macedonio Fernández. Se cuenta que, mientras este agonizaba, alguien advirtió que una mosca se colaba en su habitación. Entonces pidió un diario a fin de espantarla de la cabecera del escritor, resonando en el cuarto la voz de Macedonio Fernández:

Que sea de la oposición.

La mosca cobra igualmente importancia en la obra de Georges Perec. Forma parte de la vida de personajes como el protagonista de Un hombre que duerme. Un joven de 25 años de edad que decide renunciar a la vida anterior y no hacer nada, ni siquiera interrogarse sobre su pasado y presente. Tampoco hace planes de futuro. Se queda en su cuarto destartalado del altillo que le sirve de vivienda, sin comer, sin leer, casi sin moverse. Mira el barreño con un par de calcetines dentro, la estantería, sus rodillas, su mirada en el espejo reaquebrajado, el bol, el interruptor. Escucha los ruidos de la calle, la gota de agua en el grifo del descansillo, los ruidos de su vecino, sus carraspeos, los cajones que abre y cierra, sus ataques de tos, el silbido de su tetera. Tendido sobre la cama persigue en el techo la línea sinuosa de una fina grieta, la progresión casi localizable de las sombras y el itinerario de una mosca.

La mosca es un ingrediente del escaso inventario de su fortuna. Su zumbido no rompe, sino subraya aún más el silencio.  Es el mismo silencio que se ve realzado por el sonido de la gota de agua cayendo del grifo.

Enrique Vila-Matas cuenta en Dietario Voluble que está sentado en el café de la plaza de Saint-Sulpice desde donde Georges Perec espiaba durante horas lo que allí sucedía. Explora lo que no ha sido inventariado de esa plaza. Haciendo uso de palabras de Perec, dice espiar:

lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes.

Gente, autos y nubes o también una mosca, esa mosca en singular que podría representar a todas las moscas. Porque si bien todas las moscas son distintas -escribe Vila-Matas-, se parecen tanto entre ellas, que hay quienes creen que solo ha existido una sola mosca en la historia del universo. Unas veces es la mosca de Monterroso que se posa en la propia nariz y antes lo hizo en la de Cleopatra. Otras es la mosca de la que Vila-Matas dice:

Si estoy a solas en casa y entra una solitaria y banal mosca, me acuerdo inmediatamente de Kafka cuando en un relato decía que su quinto hijo era tan insignificante que uno se sentía literalmente solo en su compañía.

Vila-Matas habla en su obra de la mosca de Monterroso, Wittgenstein, Proust, Ramón Gómez de la Serna, los hermanos Grimm y otros. Se vale de la mosca de los escritores para zigzaguear de un género a otro. Con la ironía que le caracteriza, escribe:

El zigzagueo está a la altura del mejor vuelo de la mejor mosca mundial. Los diferentes fragmentos están unidos por citas literarias en las que las moscas tienen su protagonismo. No hay un solo escritor profundo que no haya dicho algo alguna vez sobre las moscas.
 

domingo, 20 de mayo de 2012

LA CÁRCEL DE JACKSON POLLOCK, DE GERMÁN SAN NICASIO



La vida de un cuadro comienza con la primera pincelada y termina con la última. Es decir, un cuadro vive mientras el pintor lo está pintando, con lo cual todo cuadro firmado es un cuadro muerto y todo museo es un cementerio de cuadros.
Pero cuando un color asesino se infiltra en la paleta del pintor, el cuadro puede morir antes de tiempo. Tú has visto morir muchos cuadros en tus manos y sabes que una pincelada de color azul es lo más parecido que existe a un asesinato. En fin, calculas los tragos que pueden quedarle a la botella de whisky y los comparas con la inutilidad de contarle tus penas a un lienzo de dos por cinco.

                          La cárcel de Pollock  (página 124)
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Alcanzar la celebridad puede llevar al artista a sumergirse en el ruedo de la normalidad para afianzarse, cuando no elevarse aún más, en su éxito. Ser entonces copartícipe del ruido mediático, de las mezquindades e hipocresía, de la salvaje competitividad y de las demandas del mercado a fin de enaltecer el propio ego. Sin embargo, cabe también la posibilidad de aprovechar que se bate el  récord artístico para tomar distancia del principio de la normalidad establecido y aplicarse en todas las extravagancias. Y si se es un pintor aquejado de locura, nada mejor que dejar que los demás piensen que se está loco y así perdonen a uno cualquier barbaridad. En este tipo de casos, la gente y los medios no dejarán de hablar y mientras más circulen las habladurías, en mayor grado seguirán estigmatizando al loco. Pero este dispondrá de la libertad para entregarse a la invención de colores y revelar en su desnuda intimidad el secreto intransferible que se encierra en quienes nacen en la cárcel y se saben irremediablemente condenados a vivir entre barrotes. Es lo que hace el protagonista de La cárcel de Jackson Pollock, novela de Germán San Nicasio, editada en Eutelequia. Es un pintor que padece una serie de trastornos mentales, multiplicada por los psiquiatras y la gente de la calle, fieles guardianes de la normalidad.
Una vez que ha alcanzado la fama como pintor, cambia su nombre por el del célebre artista norteamericano Jackson Pollock.


Hombre alcohólico, ha sido presa de manicomios, la cárcel y las drogas. Bloqueada durante largo tiempo su capacidad creativa, decide a sus ochenta años pintar su último cuadro: la cárcel de Carabanchel, una de sus estancias en el pasado. No ignora que “las primeras pinceladas son las peores” para dar con ese cuadro que lleva imaginariamente pincelando desde hace varios años. Porque extiende el enorme lienzo blanco en el suelo, consigue trabajar desde cualquiera de sus lados e introducirse literalmente en él. Dentro del cuadro, en igual medida que va avanzando en sus pinceladas, deja hablar a sus diferentes personalidades y a las ya menguadas memorias que le tienen.

El conjunto se va revelando como "una tanda de pinceladas inconexas a simple vista pero que buscan adentrarse en las profundidades de su alzhéimer con toda la intención." El resultado es un recorrido tan inarticulado como fragmentario de la vida excéntrica de este pintor que comprende que “el prisionero no es prisionero por ser distinto a los demás hombres, sino que es distinto por ser prisionero”.

Sobre mucho más que todo esto habla La cárcel de Jackson Pollock, una novela escrita en un lenguaje delirante que combina la obscenidad, lo grotesco y la elegancia literaria. Un libro, en definitiva, que da voz a la locura y al genio, así como al arte y a la angustia de la creación artística, tantas veces asociada al desasimiento, cuando no a la autodestrucción.

domingo, 13 de mayo de 2012

ES EL ESPECTRO DE LA SOLIDEZ CUYA ÚLTIMA SUSTANCIA ES SOLO ARENA


Vida, muerte, vida, muerte... ¿Qué es primero?



Enrique Vila-Matas escribe en Dietario voluble que estemos donde estemos, hemos de vivir como si nunca hubiésemos de morir. Vivir, tal vez, conforme a la leyenda inscrita en un reloj de pared que aparece repetidamente en su libro Lejos de Veracruz:


Quien demasiado me mira pierde su tiempo.


Emily Dickinson escribe:


No sabemos el tiempo que perdemos.
El terrible momento está ahí
y fundamentalmente se afianza
entre las certidumbres.


Una firme apariencia da consistencia aún
al naipe, y a la suerte, y al amigo.
Es el espectro de la solidez
cuya última sustancia es solo arena.


Rescato de su poema la palabra aún y pienso que es cuestión, por tanto, de gozar de cada instante, aunque se sepa que el tiempo no se llama como nosotros. Como escribe Sergio Pitol en Trilogía de la memoria:


Todos los tiempos son en el fondo un tiempo único.


¿Qué es, sin embargo, el tiempo?


John Banville dedica un pasaje de su libro Los infinitos a hablar de las palabras ambiguas que se asocian a medidas temporales con las que se convive a diario. Así escribe:


¿Qué es, por ejemplo, un instante? Horas, minutos, segundos, esos incluso resultan comprensibles, porque pueden medirse con el reloj, pero ¿qué quiere decir la gente cuando habla de un momento, un rato -un santiamén-, un abrir y cerrar de ojos? Solo son palabras, desde luego, pero rondan abismos silenciosos.


Vila-Matas escribe que, aunque nos queden unos minutos de vida, hay que seguir riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso, esperando con impaciencia las últimas noticias de prensa. No obstante, no se distrae de la condición mortal cuando dice:


No nos engañemos. Se enfriará este mundo, una estrella entre las estrellas y, por otra parte, una de las más pequeñas del universo, es decir, una gota brilllante en el terciopelo azul. Se enfriará este mundo un día y se deslizará en la ciega tiniebla del infinito (...) como una nuez vacía. Creo que debemos tener en cuenta esto y amar al mundo en todo momento, amarlo tan conscientemente que podamos al final cada uno de nosotros decir: he vivido.


Julian Barnes suscribe, a su modo, en Nada que temer las palabras de Vila-Matas. Cree muy proporcionado su propio sentido de la muerte, que a algunos de sus amigos les resulta exagerado. Para él la muerte es el único hecho atroz que define la vida; sin una consciencia constante de este hecho no puede empezar a entender el sentido de la vida. Añade:


Si no sabes y sientes que los días de vino y rosas están contados, que el vino se agriará y las rosas se tornarán mustias en su agua hedionda antes de que las tiren para siempre, jarrón incluido, no hay contexto para los placeres y aficiones que surjan en tu camino hacia la tumba.


Como si Vila-Matas matizara las palabras de Barnes, escribe:


Se pueden pensar todo tipo de cosas sobre la muerte, pero es imposible que logremos aminorar el escándalo que su famosa guadaña arrastra consigo mismo: la obscenidad absoluta del sufrimiento humano.


De ahí esa frase que recorre su obra, desde los inicios hasta Aire de Dylan, pasando por Dublinesca:


Cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien.


La muerte, aunque se la quiera esquivar, nos hace sentir solos, nos vuelve vulnerables. No obstante, también parece cierto que el secreto de la supervivencia está en la imaginación deficiente propia de la condición humana. Como escribe John Banville en Los infinitos:


La incapacidad de los mortales para imaginar las cosas tal y como son en realidad es lo que les permite vivir.


Así lo entiende C.S. Lewis, cuando habla del proceso de enfermedad y de la muerte de Helen, su mujer, en Una pena en observación. Escribe que nunca se encuentra uno precisamente con el Cáncer o la Guerra o la Infelicidad (ni tampoco con la Felicidad). Solamente se encuentra uno con cada hora o cada momento que llegan. Dice que no abarcamos nunca el impacto total de lo que llamamos "la cosa en sí misma".


Es, quizá, el estado de convalecencia el que propicia que la imaginación se acerque a la última verdad. Genera una sensación de extrañeza, según escribe Vila-Matas en Dietario voluble. Una sensación de no pertenencia sino de paso, con la que, por lo demás, afirma llevarse bien, pues la considera fundamental para esa forma de vivir que es escribir.

domingo, 6 de mayo de 2012

LA MUERTE DEL HOMBRE O PENSAR EL CUERPO DESDE LA AUSENCIA DE CUERPO, POR JORGE FERNÁNDEZ GONZALO




FRAGMENTO DE
LA MUERTE DE ACTEÓN. HACIA UNA ARQUEOLOGÍA DEL CUERPO. (página 79-81)

AUTOR: JORGE FERNÁNDEZ GONZALO


EDITORIAL: EUTELEQUIA, MADRID, 2011.



(…) Maurice Blanchot decide analizar el fenómeno de la luz, devolverla a su origen, a su negrura fundante, para concebir la noche solar blanchotiana, una luz negra (el conocimiento del afuera):


La luz ilumina; esto quiere decir que la luz se oculta, tal es su carácter malicioso. La luz ilumina. Lo iluminado se presenta en una presencia inmediata que se descubre sin descubrir lo que la manifiesta. La luz borra sus huellas. Invisible, hace visible al mundo, garantiza el conocimiento directo y asegura la presencia plena, mientras se retiene a sí misma en lo indirecto y se suprime como presencia. De esta forma, su engaño sería ocultarse en una ausencia radiante, infinitamente más oscura que cualquier oscuridad, puesto que la que le es propia es el acto misma de claridad, puesto que la obra de luz se cumple sólo allí donde la luz nos hace olvidar que algo como la luz está obrando (haciéndonos olvidar también, en la evidencia donde se guarda, todo lo que supone esta relación con la unidad a la que remite y que es su verdadero sol). La claridad: la no-luz de la luz; el no ver del ver. Así, la luz es engañosa (por lo menos) dos veces. Porque nos engaña sobre sí misma y porque nos engaña dando como inmediato lo que no lo es, como simple lo que no es simple. La luz es una luz falsa, no porque exista una luz más verdadera, sino porque la verdad de la luz, la verdad sobre la luz, es disimulada por la luz; sólo vemos claro bajo esta condición: no ver la claridad misma. Pero lo más grave –en todo caso, lo más cargado de consecuencias- sigue siendo la duplicidad por la cual la luz nos hace entregarnos al acto de ver como a la simplicidad, y nos propone la inmediación como el modelo del conocimiento, mientras que ella misma sólo actúa haciéndose disimuladamente mediadora, por una dialéctica de ilusión en la que se burla de nosotros.


La luz ha impuesto el dominio de la certeza, el pensamiento de la inmediación como falacias de la verdad. “Hablar no es ver”, dirá Blanchot, para indicar con ello la imposibilidad de superponer el reino de lo visible y el reino de lo decible. Habría que entregarse a esa profundidad en donde lo no-pensado bulle antes de darse a la unidad, o dándose más allá de ella al territorio de lo múltiple. Pensar el hombre, pensar el cuerpo desde la luz no es sino verlo, cruzar su anatomía y restituir el par visibilidad- invisibilidad, establecer en las intensidades de la luz el espacio para las categorías, para toda jerarquización, sin acceder a la diferencia misma –espacio neutro- que hace rotar todo el espectro de la realidad y de lo no real como potencias del pensamiento. Entonces, en este punto, a través de una experiencia de lo neutro y del afuera, es posible pensar el cuerpo desde la ausencia de cuerpo, pensar el hombre desde la ausencia de hombre, y permitir con ello que aparezca un pensamiento deshumanizado, sin el lastre de lo que el propio ser humano ha construido como interdicto de sí mismo, como barrera o distancia infinita por el mismo movimiento de reflexividad que supone pensarse –verse, ante el espejo, bajo la luz, y abrir infinitamente el espacio de retorno para la imagen representada-, y sin la acaparación de poder que el ser humano ejerce para decir qué es el hombre, para instaurarlo, para imponer una ideología de la vida, de la ley, de lo moral, a través de ese origen en el cuerpo erguido que alza la vista y cree poder conocer todo lo que cae bajo el reino de la luz, de nombrar todo lo que alcanza a vislumbrar, de dominar lo visible. Se trataría, en último término, de certificar el fin del hombre del mismo mdel mismo modo en que Nietzsche había certificado la muerte de Dios. (…)


miércoles, 2 de mayo de 2012

LA MUERTE DE ACTEÓN, DE JORGE FERNÁNDEZ GONZALO



Hablamos de nuestro cuerpo como si nos perteneciera o como si fuéramos nosotros. Pero ¿es posible escribirlo y hablar sobre él, o toda palabra está destinada a fundarlo en la misma medida en que lo corrompe nombrándolo? Con preguntas de esta índole comienza La muerte de Acteón. Hacia una arqueología del cuerpo, libro inquietantemente bello de Jorge Fernández Gonzalo, editado en Eutelequia y bellamente ilustrado por Miguel Ángel Moreno Gómez.


Al hilo de las reflexiones de pensadores de talla como Foucault, Lacan, Deleuze, Blanchot y Jean-Luc Nancy, se sumerge este escritor y poeta en las profundidades de la corporalidad en occidente. Bajo una mirada poética ensambla entre sus textos más teóricos otros descontextualizados cargados de símbolos. Su libro es un viaje multifocal y fascinante en torno a la relación entre signos y cuerpo. En esta travesía se va desempolvando al cuerpo del lenguaje que lo aprisiona. Cuerpo que parece manifestarse de un modo tan parecido a la manera en que se presenta la luz de Blanchot de la que se habla en este libro: luz que ilumina para que veamos lo iluminado sin que lleguemos a descubrirla, porque ella misma se oculta, borra sus huellas para, invisible, hacer visible al mundo. Con otras palabras, cuerpo que los signos suprimen como presencia para hacer de él una mera imagen representada, racional y humanamente accesible. Imagen engañosa que Jorge Fernández Gonzalo va revelando en sus cortes y flujos poéticos que restan peso a las palabras que dicen. En estos las palabras parecen comerse unas a otras para diluirse líquidamente y mostrarse al borde del abismo. Es ahí donde, si acaso, la poesía es capaz de aproximarse a decir el cuerpo sin destruirlo, en ese lenguaje del intersticio que mira desde afuera contra el imperialismo del lenguaje de la certidumbre.



El mito de la muerte de Acteón recorre el libro de Jorge Fernández Gonzalo, pero reinterpretado bajo una mirada que me parece sumamente atractiva.
Cuenta la versión más extendida de este mito que, cazando Acteón en el bosque, vio de pronto a la diosa Artemisa bañándose desnuda en el río. Se detuvo a contemplarla, fascinado de su belleza, y la diosa, enfurecida, se vengó transformándolo en un ciervo. Acteón fue devorado por sus propios perros, que no reconocieron a su amo en el cervatillo.
Jorge Fernández Gonzalo concibe este mito como la imposibilidad de asistir al significado último del cuerpo. En este caso, por parte de un Acteón que ve en la desnudez de Artemisa lo prohibido y lo que no se alcanza a comprender. El cuerpo desnudo de la diosa, desposeído de todo signo, supera todo raciocinio humano. Allí queda Acteón, “con su mirada mortal –muerta- contemplando la belleza que no se puede tocar, ni sentir, ni ver siquiera, porque es la belleza de una diosa, de un cuerpo totalmente fuera del lenguaje, del sentido, de la visión.” Acteón muere, por tanto, devorado por su locura, “por la locura del cuerpo vacío, impensado, indecible, inalcanzable.”

Acostumbrados como estamos a encerrar la realidad – en este libro, el cuerpo- en las rejas del lenguaje tan represivo como creativo, y a salvarnos en la decibilidad, la verdad innombrable puede más que Acteón.
En La muerte de Acteón, de Jorge Fernández Gonzalo, el cuerpo es, por consiguiente, lo que no puede decirse, cuerpo de la diosa Artemisa que se exhibe en su fondo blanco liberado del engranaje discursivo.