miércoles, 1 de febrero de 2012

LEJOS DE VERACRUZ: VEJEZ Y LITERATURA


Me persiguen unas palabras de Baudelaire en Las flores del mal:

Calma chicha, gran espejo de mi desesperación.


Es la misma cita con la que Joseph Conrad abre La línea de sombra. Entonces me viene a la mente una imagen de este libro: un barco en altamar atrapado en una inquietante inmovilidad. Dice el narrador:


De tiempo en tiempo se levantaba una brisa variable y engañosa, que solo despertaba nuestras esperanzas para hundirlas acto seguido en el más amargo desengaño; promesas de avance que se resolvían en pérdida de terreno, que expiraban en un suspiro y morían en aquella inmovilidad muda, bajo la cual las corrientes proseguían su marcha: su marcha hostil.


Parece una metáfora del transcurso del tiempo, pienso. Tiempo que se torna en calma chicha propia de la vejez, porque, como se dice también en esta obra de Conrad,


sí, caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndonos que también habrá que dejar tras de nosotros la región de nuestra primera juventud.


Primera juventud y las subsiguientes etapas que se sucederán hasta dejarlas todas atrás. Sin embargo, cabe la posibilidad de adelantarse a la llegada de la vejez suicidándose. Es el caso de Antonio Tenorio, hermano del narrador y protagonista de la novela de Enrique Vila-Matas titulada Lejos de Veracruz. Escritor de libros de viajes sin haberse movido jamás de su ciudad, no soportó la idea del envejecimiento y se quitó la vida. Horas antes de su suicidio empezó a escribir un libro al que tituló El descenso. Apenas dejó unas líneas escritas y un fragmento del poema El descenso de William Carlos Williams. Unos versos en los que tal vez buscara en vano un consuelo:


El descenso seduce
como sedujo el ascenso.
Nunca la derrota es solo derrota pues
el mundo que abre es siempre un paraje
antes insospechado.


Cuenta el narrador del libro que Antonio Tenorio se arrojó por la ventana de un tercer piso. Renunció a la vida, porque discrepaba de esa idea "tan vulgar y socorrida" de que lo más sensato que puede un hombre hacer es aceptar que le ha llegado la hora del descenso y dedicarse con dignidad a envejecer. Sin embargo, no opina igual su hermano menor, el narrador. Hombre iletrado, se ha dedicado a vivir la vida, viajando de un lado a otro hasta descender a los infiernos. Es manco y, aunque solo tiene 27 años, se siente cansado y viejo. Finalmente se entrega a la lectura y la escritura. La literatura será su último refugio.


En el último rincón del mundo recuerda su vida y escribe en su cuaderno sobre su condición de hombre acabado. En consonancia con los versos de William Carlos Williams, dice:


Es mi estado ideal el recogimiento, estar apartado del mundo. Solo estoy bien si me siento viejo (...) Me encanta pensar que sólo el gran fracaso que ha constituido mi existencia me da al fin la paz y la felicidad que busqué como un ciego en el amor y otras zarandajas.


Porque también el recogimiento es un requisito indispensable para la escritura, una vez que el narrador y protagonista de Lejos de Veracruz se ha entregado a "la dignísima tarea de envejecer", establece una similitud entre vejez y escritura. Lo hace recordando unas palabras escritas por su hermano Antonio. Dice:


La literatura y senilidad se parecían mucho, pues ambas tenían la ventaja de situarse fuera del obsceno juego de la llamada realidad -eso que, por ejemplo, llamamos la lucha por la vida- y eran además, el refugio ideal para protegerse de las heridas insensatas y de los golpes absurdos que la "horrenda vida auténtica" -así la calificó entonces él- nos propina cruelmente en el momento de su transcurrir.


Antes de buscar refugio en la escritura pensaba que le enseñaba más la vida que los libros. Creía que su contacto directo con el horror, la vulgaridad y la monstruosidad del mundo le harían más humano y lo curtirían para llegar algún día a ser un héroe de la vida y no el típico aficionado que ve los toros desde la barrera. Pero no alcanzó ninguna visión interesante de toda esa monstruosidad, pues como escribe Enrique Vila-Matas:


Si uno vive en la monstruosidad misma difícilmente pueda verla ni verse a sí mismo como podría haberlo hecho de tener la inteligencia de saber mirarlo todo desde fuera.


Una idea parecida le transmite Kafka a Felice Bauer en su carta de un día de enero de 1913. Aludiendo a ese recogimiento como condición primordial de la escritura, le habla de su forma ideal de vida: encerrarse en una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Le dejarían la comida lejos, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Su único paseo sería ir en pijama a recogerla y después regresar a su mesa, comer lenta y concienzudamente, y enseguida se pondría de nuevo a escribir.


El narrador y protagonista de Lejos de Veracruz se propone pasar el resto de sus días redactando una novela basada en su cuaderno. Confiesa que falseará la realidad, contando verdades fingidas como hacen los novelistas. En su descenso a los infiernos cometió innumerables fechorías, llegando a convertirse en un asesino. Ahora es, en las propias palabras,


un asesino que mata la vida escribiendo, ya que no tengo nada mejor que hacer (...) y porque encuentro un placer en estar escondido, y porque estoy desengañado ya para siempre de la vida.


Es su modo particular de asumir el propio descenso: querer volverse escritor para huir de la derrota de su vida. Por eso se pregunta, con la peculiar ironía de Vila-Matas, en la última página del libro:


¿Acaso la ambición no es el último refugio del fracaso?


Sean cuales fueren los motivos que le han llevado a la escritura, el narrador encuentra en su retiro un modo de desposesión de sí mismo. Se ubica afuera de la vida, como los escritores, convirtiéndose más en testigo que protagonista.

También Borges resaltó, bajo su perspectiva, las virtudes del recogimiento. Ya viejo, nos legó un poema en el que parecen darse la mano la vejez y la escritura como necesario espacio de sombra arrancado a la inercia de la vida. El Elogio de la sombra empieza así:


La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.

Termina diciendo que ya puede olvidar y llegar a su centro:


a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.

Tal vez no venimos de la vida, sino de la muerte, y la vida no sea más que nostalgia de la muerte, como escribe Vila-Matas en Lejos de Veracruz. Por eso seguramente el descenso, cuando se emprende, no sea tan angustioso como parece verse desde fuera.
El tiempo, indiferente a nuestra mirada, sigue caminando, y todo parece volverse más sencillo para quienes ya se han distanciado del curso de la existencia y deciden marchitarse en la verdad. Como escribe Emily Dickinson en unos versos que parecen estar destinados al narrador y protagonista de Lejos de Veracruz:


Cuando uno ha renunciado a su existencia,
marchar hacia el descanso
parece ser fácil: como, al dirigirse
el día por completo hacia el poniente,
las cimas que quedaban ya las últimas
persisten en su pena
tan poco como el yodo
sobre la catarata.