domingo, 8 de julio de 2012

EL OÍDO CERCA DEL CORAZÓN (FRAGMENTO DE DECIR NOCHE)





Imagen tomada por Karla Olvera http://karlatone.canalblog.com/


FRAGMENTO DE DECIR NOCHE, DE ELISA RODRÍGUEZ COURT



EDITORIAL EUTELEQUIA, MADRID 2012




31.- EL OÍDO CERCA DEL CORAZÓN (pág. 89-91)


      Lord Chandos camina por el jardín de estatuas sin ojos. Lleva los ojos bien abiertos y el oído predispuesto a captar el sonido más triste, y más dulce, y más loco. El silbido que emiten las aves en el final supremo de la noche.
     
Se ha hecho muy tarde y pasea a solas por un sendero de tierra a cuyos lados se alzan las estatuas como sombras. Lleva entre las manos un libro de poemas que lee con atención. Ignora que su autora es Emily Dickinson, poeta que le espía desde la ventana de su cuarto. Unos versos parecen hablarle de la muerte. Camina sin rumbo, hechizado ahora por el recuerdo de sus muertos, ya en la distancia cruelmente más queridos.
     
Le ha contado en la Carta a su amigo que tiene una rareza, una mala costumbre. Padece la enfermedad bartleby cuyo nombre desconoce y que nombra a los escritores que renuncian a la escritura.
     Pobre Lord Chandos Bartleby, tan dolido y agradeciendo a su amigo el aforismo de Hipócrates como regalo de consuelo:



Quienes aquejados por una grave enfermedad no sienten dolores, están mentalmente enfermos.


      El Lord confiesa a Bacon en su misiva que, a sus veintiséis años, no se reconoce en su misma persona que escribió en el pasado tantas obras. De los trabajos que pudieran esperarle en el futuro le separa el mismo abismo insalvable que de aquellos que ha escrito y le resultan tan ajenos que duda en considerarlos de su propiedad.
     
Veo caminar a Lord Chandos y su estado me recuerda al jinete de un soneto de Shakespeare, un hombre que decide partir de su ciudad. En la medida que avanza en su viaje va descubriendo que se dirige hacia la pena dejando la alegría atrás.      Al Lord le aguarda al frente la misma pena que, mientras camina, va dejando a sus espaldas.
     
Se abre paso en la oscuridad del jardín y de pronto se detiene ante una estatua mutilada por el paso del tiempo. Recita mentalmente:


               Cómo sería tu cabeza, tu mano
               lo que fue carne tibia, vestidura del alma
               y luego piedra silenciosa.
               Ahora la mano ya no está en la piedra.

               Y la cabeza fue limada, desfigurada y corroída
               por el agua que la albergó durante siglos.  
              ¿Cómo serías?


      Son versos de José Hierro. Conmovido, se ha hecho un lío y continúa evocándolos en desorden.


               Jamás podrá la piedra
               albergar un soplo de vida. 
              Y entonces, dónde ha ido tanta vida,
               
dónde está tanta vida que la piedra
               no puede contener, 
              no puede imaginar y transmitir.   
              Tanta vida que fue la salvadora
              del olvido y la nada,  
             ¿Habrá muerto contigo?
             ¿Quién puede congelar en estatua una vida?


      Prosigue su camino. Escucha los sonidos de las aves nocturnas y sus pensamientos retornan a sus muertos. Interrumpe su marcha en el vacío de la noche, abre el libro de poemas de Emily Dickinson y relee unos versos:


               Un oído es capaz de hacer pedazos
               el corazón del hombre
               con tanta rapidez como una lanza. 
              Ojalá que el oído no estuviera
              tan peligrosamente cerca del corazón.


      Se siente cada vez más estremecido. Toma asiento en un banco donde descansa un texto de Enrique Vila-Matas, cuyo título, Me senté y lloré, hace brotar de sus ojos unas pocas lágrimas contenidas que seca rápidamente con una de sus manos blancas.