miércoles, 2 de mayo de 2012

LA MUERTE DE ACTEÓN, DE JORGE FERNÁNDEZ GONZALO



Hablamos de nuestro cuerpo como si nos perteneciera o como si fuéramos nosotros. Pero ¿es posible escribirlo y hablar sobre él, o toda palabra está destinada a fundarlo en la misma medida en que lo corrompe nombrándolo? Con preguntas de esta índole comienza La muerte de Acteón. Hacia una arqueología del cuerpo, libro inquietantemente bello de Jorge Fernández Gonzalo, editado en Eutelequia y bellamente ilustrado por Miguel Ángel Moreno Gómez.


Al hilo de las reflexiones de pensadores de talla como Foucault, Lacan, Deleuze, Blanchot y Jean-Luc Nancy, se sumerge este escritor y poeta en las profundidades de la corporalidad en occidente. Bajo una mirada poética ensambla entre sus textos más teóricos otros descontextualizados cargados de símbolos. Su libro es un viaje multifocal y fascinante en torno a la relación entre signos y cuerpo. En esta travesía se va desempolvando al cuerpo del lenguaje que lo aprisiona. Cuerpo que parece manifestarse de un modo tan parecido a la manera en que se presenta la luz de Blanchot de la que se habla en este libro: luz que ilumina para que veamos lo iluminado sin que lleguemos a descubrirla, porque ella misma se oculta, borra sus huellas para, invisible, hacer visible al mundo. Con otras palabras, cuerpo que los signos suprimen como presencia para hacer de él una mera imagen representada, racional y humanamente accesible. Imagen engañosa que Jorge Fernández Gonzalo va revelando en sus cortes y flujos poéticos que restan peso a las palabras que dicen. En estos las palabras parecen comerse unas a otras para diluirse líquidamente y mostrarse al borde del abismo. Es ahí donde, si acaso, la poesía es capaz de aproximarse a decir el cuerpo sin destruirlo, en ese lenguaje del intersticio que mira desde afuera contra el imperialismo del lenguaje de la certidumbre.



El mito de la muerte de Acteón recorre el libro de Jorge Fernández Gonzalo, pero reinterpretado bajo una mirada que me parece sumamente atractiva.
Cuenta la versión más extendida de este mito que, cazando Acteón en el bosque, vio de pronto a la diosa Artemisa bañándose desnuda en el río. Se detuvo a contemplarla, fascinado de su belleza, y la diosa, enfurecida, se vengó transformándolo en un ciervo. Acteón fue devorado por sus propios perros, que no reconocieron a su amo en el cervatillo.
Jorge Fernández Gonzalo concibe este mito como la imposibilidad de asistir al significado último del cuerpo. En este caso, por parte de un Acteón que ve en la desnudez de Artemisa lo prohibido y lo que no se alcanza a comprender. El cuerpo desnudo de la diosa, desposeído de todo signo, supera todo raciocinio humano. Allí queda Acteón, “con su mirada mortal –muerta- contemplando la belleza que no se puede tocar, ni sentir, ni ver siquiera, porque es la belleza de una diosa, de un cuerpo totalmente fuera del lenguaje, del sentido, de la visión.” Acteón muere, por tanto, devorado por su locura, “por la locura del cuerpo vacío, impensado, indecible, inalcanzable.”

Acostumbrados como estamos a encerrar la realidad – en este libro, el cuerpo- en las rejas del lenguaje tan represivo como creativo, y a salvarnos en la decibilidad, la verdad innombrable puede más que Acteón.
En La muerte de Acteón, de Jorge Fernández Gonzalo, el cuerpo es, por consiguiente, lo que no puede decirse, cuerpo de la diosa Artemisa que se exhibe en su fondo blanco liberado del engranaje discursivo.