viernes, 29 de junio de 2018

UNA LÓGICA PERVERSA

Los gobernantes son muy humanos. Aplican las leyes, sus leyes, a rajatabla. Incluso tienen en cuenta las circunstancias excepcionales que contempla la ley. Es un barco a la deriva, al que no dejan atracar en ningún otro puerto, con personas en una situación extrema, casi sin combustible, ni víveres, y con niños y mujeres embarazadas, dijeron sobre el Aquarius. La legislación autoriza la entrada de náufragos recogidos en el mar. Sin embargo, no permite entrar a las personas que llegan en patera. Considera que alcanzan la costa de forma ilegal y ellos, los gobernantes, no consienten ningún atentado contra la legalidad. Participan de las creencias que sostienen la maquinaria legislativa europea sobre asuntos migratorios. Solo juegan con el estrecho margen que esta les ofrece.
Acogen en tierra firme a los 630 náufragos del Aquarius. Les dan refugio, agua, comida, colchones y abrigo. También les conceden una autorización de residencia durante 45 días, permiso previsto en la ley de Extranjería para casos contados. Tras ese plazo, los gobernantes enjuiciarán la situación de cada náufrago acogido. La mayoría, de acuerdo al trato igualitario, será, se supone, deportada. O tal vez en esta ocasión expulsen los gobernantes solo a unos cuantos. Así lavan su imagen. Se agarran a la necesidad humanitaria, excepción reconocida por la ley, sin salirse del marco legal. Todavía más, lo refuerzan con sus lágrimas. ¿Acaso mostrarse indulgente con los inmigrantes en general no animaría a otros miles más a embarcarse e intentarlo?, nos dirán. Entonces, proclamarán a los cuatro vientos, tendremos que responsabilizarnos moralmente de tantos naufragios en alta mar.

La clemencia contribuye a la muerte de seres humanos, vociferan los gobernantes, tan humanos. Mientras tanto, los gobernados nos aferramos a nuestros privilegios aquí. Asimismo, a los valores e ideas que se derivan de la creencia de que todos son privilegios merecidos.

domingo, 10 de junio de 2018

LA SILLA DE CAMILLE CLAUDEL



Ahí está ella, en la silla, tal y como la ha sentado Michéle Desbordes en su novela El vestido azul. Delante del pabellón, inmóvil y con las manos cruzadas sobre el regazo, Camille Claudel espera y espera y espera. Antes arrastró la silla hasta el jardín y se puso a mirar y mirar y mirar. De vez en cuando ve el paisaje en blanco y negro, muy negro, pero en la mayoría de las ocasiones inventa con su mirada diferentes colores y tonalidades.
Contempla el mundo girando alrededor de su silla. Fija la mirada en el horizonte e imagina la llegada de su hermano Paul, única visita que recibe en el psiquiátrico donde su familia la ha recluido en contra de su voluntad. En ese infierno pasará sus treinta años restantes de vida.

Sentada en la silla, cierra los ojos y ve llegar por el sendero de siempre a Paul, quien apenas la visita. Quizás, porque anda a menudo de viaje, escribiendo poemas y reuniéndose con artistas, o tal vez porque le aterrorice ver a su querida hermana consumiéndose en el pozo oscuro al que ha sido arrojada por iniciativa de la madre. Qué más da, habrá pensado su progenitora. Para estar encerrada en su taller, mejor meterla entre rejas. Contó también con la complicidad de Paul. ¿Se vería este incapaz de asistir a su tristeza y desesperación, a su reclusión permanente en el taller donde se dedicaba a esculpir sin descanso para terminar destruyendo su obra? Razones tenía, puesto que no solo sufrió la traición de Rodin, su maestro y amante durante quince años. Posó para él y esculpió sin firmar sus piezas, excelentes esculturas de las que se apropió su maestro. No se le permitió llevar a cabo su carrera artística de forma independiente a la de Rodin.

Ahí continúa, sentada en la silla, esperando y esperando. No se sabe si ahora desprecia el tiempo que aún le queda porque ya han matado sus sueños o si todavía sueña con poder adueñarse de sus días y convertirse en lo que nunca ha dejado de ser: Camille, mujer libre y artista de una obra excelsa. Única.


FUENTE: EL QUINQUÉ. LA PROVINCIA-DIARIO DE LAS PALMAS.