FRAGMENTO DE
LA MUERTE DE ACTEÓN. HACIA UNA ARQUEOLOGÍA DEL CUERPO. (página 79-81)
AUTOR: JORGE FERNÁNDEZ GONZALO
EDITORIAL: EUTELEQUIA, MADRID, 2011.
(…) Maurice Blanchot decide analizar el fenómeno de la luz, devolverla a su origen, a su negrura fundante, para concebir la noche solar blanchotiana, una luz negra (el conocimiento del afuera):
La luz ilumina; esto quiere decir que la luz se oculta, tal es su carácter malicioso. La luz ilumina. Lo iluminado se presenta en una presencia inmediata que se descubre sin descubrir lo que la manifiesta. La luz borra sus huellas. Invisible, hace visible al mundo, garantiza el conocimiento directo y asegura la presencia plena, mientras se retiene a sí misma en lo indirecto y se suprime como presencia. De esta forma, su engaño sería ocultarse en una ausencia radiante, infinitamente más oscura que cualquier oscuridad, puesto que la que le es propia es el acto misma de claridad, puesto que la obra de luz se cumple sólo allí donde la luz nos hace olvidar que algo como la luz está obrando (haciéndonos olvidar también, en la evidencia donde se guarda, todo lo que supone esta relación con la unidad a la que remite y que es su verdadero sol). La claridad: la no-luz de la luz; el no ver del ver. Así, la luz es engañosa (por lo menos) dos veces. Porque nos engaña sobre sí misma y porque nos engaña dando como inmediato lo que no lo es, como simple lo que no es simple. La luz es una luz falsa, no porque exista una luz más verdadera, sino porque la verdad de la luz, la verdad sobre la luz, es disimulada por la luz; sólo vemos claro bajo esta condición: no ver la claridad misma. Pero lo más grave –en todo caso, lo más cargado de consecuencias- sigue siendo la duplicidad por la cual la luz nos hace entregarnos al acto de ver como a la simplicidad, y nos propone la inmediación como el modelo del conocimiento, mientras que ella misma sólo actúa haciéndose disimuladamente mediadora, por una dialéctica de ilusión en la que se burla de nosotros.
La luz ha impuesto el dominio de la certeza, el pensamiento de la inmediación como falacias de la verdad. “Hablar no es ver”, dirá Blanchot, para indicar con ello la imposibilidad de superponer el reino de lo visible y el reino de lo decible. Habría que entregarse a esa profundidad en donde lo no-pensado bulle antes de darse a la unidad, o dándose más allá de ella al territorio de lo múltiple. Pensar el hombre, pensar el cuerpo desde la luz no es sino verlo, cruzar su anatomía y restituir el par visibilidad- invisibilidad, establecer en las intensidades de la luz el espacio para las categorías, para toda jerarquización, sin acceder a la diferencia misma –espacio neutro- que hace rotar todo el espectro de la realidad y de lo no real como potencias del pensamiento. Entonces, en este punto, a través de una experiencia de lo neutro y del afuera, es posible pensar el cuerpo desde la ausencia de cuerpo, pensar el hombre desde la ausencia de hombre, y permitir con ello que aparezca un pensamiento deshumanizado, sin el lastre de lo que el propio ser humano ha construido como interdicto de sí mismo, como barrera o distancia infinita por el mismo movimiento de reflexividad que supone pensarse –verse, ante el espejo, bajo la luz, y abrir infinitamente el espacio de retorno para la imagen representada-, y sin la acaparación de poder que el ser humano ejerce para decir qué es el hombre, para instaurarlo, para imponer una ideología de la vida, de la ley, de lo moral, a través de ese origen en el cuerpo erguido que alza la vista y cree poder conocer todo lo que cae bajo el reino de la luz, de nombrar todo lo que alcanza a vislumbrar, de dominar lo visible. Se trataría, en último término, de certificar el fin del hombre del mismo mdel mismo modo en que Nietzsche había certificado la muerte de Dios. (…)