La vida de un cuadro comienza con la primera pincelada y termina con la última. Es decir, un cuadro vive mientras el pintor lo está pintando, con lo cual todo cuadro firmado es un cuadro muerto y todo museo es un cementerio de cuadros.
Pero cuando un color asesino se infiltra en la paleta del pintor, el cuadro puede morir antes de tiempo. Tú has visto morir muchos cuadros en tus manos y sabes que una pincelada de color azul es lo más parecido que existe a un asesinato. En fin, calculas los tragos que pueden quedarle a la botella de whisky y los comparas con la inutilidad de contarle tus penas a un lienzo de dos por cinco.
La cárcel de Pollock (página 124)
--------------------------------------------------------------------------Alcanzar la celebridad puede llevar al artista a sumergirse en el ruedo de la normalidad para afianzarse, cuando no elevarse aún más, en su éxito. Ser entonces copartícipe del ruido mediático, de las mezquindades e hipocresía, de la salvaje competitividad y de las demandas del mercado a fin de enaltecer el propio ego. Sin embargo, cabe también la posibilidad de aprovechar que se bate el récord artístico para tomar distancia del principio de la normalidad establecido y aplicarse en todas las extravagancias. Y si se es un pintor aquejado de locura, nada mejor que dejar que los demás piensen que se está loco y así perdonen a uno cualquier barbaridad. En este tipo de casos, la gente y los medios no dejarán de hablar y mientras más circulen las habladurías, en mayor grado seguirán estigmatizando al loco. Pero este dispondrá de la libertad para entregarse a la invención de colores y revelar en su desnuda intimidad el secreto intransferible que se encierra en quienes nacen en la cárcel y se saben irremediablemente condenados a vivir entre barrotes. Es lo que hace el protagonista de La cárcel de Jackson Pollock, novela de Germán San Nicasio, editada en Eutelequia. Es un pintor que padece una serie de trastornos mentales, multiplicada por los psiquiatras y la gente de la calle, fieles guardianes de la normalidad.
Una vez que ha alcanzado la fama como pintor, cambia su nombre por el del célebre artista norteamericano Jackson Pollock.
Hombre alcohólico, ha sido presa de manicomios, la cárcel y las drogas. Bloqueada durante largo tiempo su capacidad creativa, decide a sus ochenta años pintar su último cuadro: la cárcel de Carabanchel, una de sus estancias en el pasado. No ignora que “las primeras pinceladas son las peores” para dar con ese cuadro que lleva imaginariamente pincelando desde hace varios años. Porque extiende el enorme lienzo blanco en el suelo, consigue trabajar desde cualquiera de sus lados e introducirse literalmente en él. Dentro del cuadro, en igual medida que va avanzando en sus pinceladas, deja hablar a sus diferentes personalidades y a las ya menguadas memorias que le tienen.
El conjunto se va revelando como "una tanda de pinceladas inconexas a simple vista pero que buscan adentrarse en las profundidades de su alzhéimer con toda la intención." El resultado es un recorrido tan inarticulado como fragmentario de la vida excéntrica de este pintor que comprende que “el prisionero no es prisionero por ser distinto a los demás hombres, sino que es distinto por ser prisionero”.
Sobre mucho más que todo esto habla La cárcel de Jackson Pollock, una novela escrita en un lenguaje delirante que combina la obscenidad, lo grotesco y la elegancia literaria. Un libro, en definitiva, que da voz a la locura y al genio, así como al arte y a la angustia de la creación artística, tantas veces asociada al desasimiento, cuando no a la autodestrucción.