¿Qué sucedería si un padre a quien
apenas conocemos, un padre prófugo y desaparecido desde la infancia,
reapareciera en el momento de su declive para reclamar nuestros
cuidados? ¿Sería fácil zafarse de ese imperativo moral que nos impele a
cuidar de nuestros mayores? ¿No sentiríamos cierto grado de curiosidad o
apego que nos impediría enviarlo por donde vino? ¿Y qué repercusión
podría alcanzar esta llegada a nuestras vidas, como una mancha que se va
extendiendo imperceptiblemente?
A estas premisas parece responder Dime quién fui, de Elisa Rodríguez Court
(Canarias, 1959), un relato nada estandarizado sobre el declive físico y
mental de una persona, y sobre todo, sobre la vivencia que ello supone
en su hija mayor, la única que decide cuidarlo y acompañarlo a pesar de
los pesares. El viejo está aquejado de Alzheimer y su
comportamiento resulta incongruente desde el origen, cuando reaparece ya
anciano (nunca llega a saberse mucho de su vida anterior, desde que se
fugó del domicilio familiar dejando a mujer e hijos pequeños) hasta su
fin (donde su capacidad de expresión y reconocimiento va despedazándose
por momentos.) Rodríguez Court nos hace transitar por ese camino sinuoso
y sombrío hacia la muerte, en un marco muy peculiar, ausente de
sentimentalismos, puesto que el que se va es alguien que nunca estuvo
del todo tampoco, ni en presencia ni en la conciencia .“Él es y no es mi
padre”, afirma la narradora, y por ello el afecto tampoco está de
manera palmaria, como tampoco el odio.
Se trata por tanto de un relato mortuorio pero desapegado; una penetración en el día a día de la enfermedad pero sin lírica ni épica ni catarsis. “Este hombre arruina mi vida”, afirma sin reparo; “huelo a viejo, digo entre dientes, y de inmediato me siento culpable.” Sobre todo, quedan siempre en la sombra los motivos por los que se ocupa de él, que van desde la curiosidad, la necesidad de reconstruir un padre, hasta otros más oscuros:
“Ahora soy yo quien lleva las riendas de su vida. Me he convertido en su dueña y a él le corresponde obedecer. (…) creo estar ejerciendo algún tipo de venganza”.
Y precisamente por esa falta de
convencionalismos se hace el relato certero: huele a la complejidad de
lo real; transpira por todos los poros ambivalencia crepitante: la
contradicción asombrosa, desnuda, que late en el centro de toda
experiencia límite.
“¿Quién escribió que la creación literaria ilumina zonas de lo real a medida que va dejando otras a oscuras?”, se nos invita a pensar.
Dicho efecto de ambivalencia se consigue
mediante la peculiaridad del argumento, pero también mediante una forma
literaria exigente y bien trabada. En primer lugar, el discurso
narrativo se erige en presente, lejos del tiempo del pasado que es el
propio del relato construido, como indicaba Barthes en El grado cero de la escritura, de
manera que se consigue un efecto mayor de realidad, que se va abriendo a
sí misma como una revelación del instante, en su veracidad y falta de
artificio. De este modo nos hace partícipes de la realidad “bárbara,
muda, sin significado”, como nos sugiere de un modo abiertamente
vilamatiano, pues dichas citas procedentes de Chet Baker piensa en su arte
u otras obras de Vila-Matas se injertan con naturalidad en la novela
formando parte del texto mismo, diríase que robándoselas al propio
autor, del mismo modo que haría él mismo.
En segundo lugar, el discurso se
entrevera de un haz variado de citas, no siempre relacionadas
directamente con la trama, pero sí con un matiz de la emoción o del
pensamiento; citas de autores de gran voluntad literaria como Julian Barnes, Sergio Chejfec, Carlos Skliar, John Banville, y, por supuesto, Enrique Vila-Matas.SEGUIR LEYENDO AQUÍ: REVISTA DE LETRAS