Parece que hoy recobra aún mayor actualidad el calificativo “marcadores de
huella”. Lo formuló en el siglo pasado Jean Dubuffet para insultar a los
artistas cuyo supuesto arte no era más que publicidad de sí mismos. Con esta
expresión –que he tomado del excelente libro Artistas sin obra, de
Jean-Yves Jouannais, y que lleva un magnífico prólogo de Enrique Vila-Matas– mostraba él su furioso rechazo de la egotización.
Abundan los escritores que se consideran tales por la gracia de su rendimiento
cuantitativo. Creen que lo importante es escribir para añadir un libro a otro.
Mientras más libros publiquen, piensan, mayor gloria alcanzará su nombre. En el
actual contexto de crisis de la literatura encuentran su asentamiento. ¿O acaso
no vivimos una época de tránsito de era que propicia la proliferación de esta
clase de especímenes? La poderosa industria mercantil que gira en torno al
libro impreso hace aguas. Sin embargo, antes de su caída –o transformación– se
envalentona como lo hace con sus garras un animal que se ve acosado.
Nunca
antes, creo, se ha publicado tanto. Tampoco nunca antes, creo, han existido
tantas editoriales que aceptan publicar manuscritos, sin atender a la calidad,
a cambio de dinero. Se abre así una puerta a la banalización de la creación
literaria y se multiplican, bajo nuevas modalidades, los marcadores de huellas.
A todos ellos les une el afán de exaltar el propio ego y el desprecio por la
herencia de los clásicos y por la lectura mal llamada culta. Su modo de
proceder contrasta con el silencio elegido por Félicien Marboeuf, según algunos
literatos el más grande de los escritores que nunca escribieron. “Tenía una
concepción de la literatura tan idealizada”, dice Jean-Yves Jouannais en Artistas
sin obra, “que nunca pudo creer que un hombre, quienquiera que fuese,
pudiera un día tener el genio suficiente para darle forma.” Su ambición
intelectual excesiva e inhumana, y no la falta de talento, le llevó a
autoimponerse la no producción. Figura que ejerció, sin embargo, una enorme
influencia en los escritores coetáneos, a él le debemos, entre otros, ideas y
pasajes completos de la obra de Proust. Fascinó hasta tal punto a Borges, que
este lamentó que hubiese existido de veras, impidiéndole así inventarlo.