Me pregunto
si en nuestros días padecemos, entre otros males, un exceso de cotidianidad.
Es esta una expresión que he rescatado de Dogma, la segunda novela de la
trilogía de Lars Iyer que viene traduciendo al español José Luis Amores y
publicando la editorial Pálido Fuego. Primero vio la luz Magma (Spurious).
Ahora acaba de publicarse Dogma, libro donde reaparecen W. y Lars, dúo
cómico que viaja mientras discute y se pelea. La novela, deliciosamente crítica
con el capitalismo y la estupidez, indaga en la coreografía absurda que domina
nuestras vidas. En este sentido, supone asimismo una denuncia satírica del
“simplismo a que conducen los excesos de cotidianidad”, tal y como se lee en la
contraportada.
Aunque W. arremete de continuo contra Lars, al que considera un idiota, ambos protagonistas son pensadores de pacotilla. El primero pone en evidencia al otro para ocultar la propia ignorancia. Lo que les interesa en realidad a los dos es deambular de bar en bar en busca de su ginebra favorita.
En un contexto de naufragio del pensamiento y de las humanidades parece que prima el imperativo de la actividad por la actividad. “¡Cualquier cosa para estar activo! ¡Cualquier cosa para tener algo que hacer!”, dice W., reprochándole a Lars su queja de “la eternulidad de aquellas tardes”. También su lamento del “desgaste infinito”, término que alude a ese modo de hacer tanto, hasta consumirse, para no hacer nada. Y menos, claro, pensar.
Lo importante es reconocer que no se sabe nada, como admitió Sócrates. Esa era su sabiduría y sigue siendo el principio de toda sabiduría. Sin embargo, no es lo mismo no saber nada que no saber nada, se lee en Dogma. “Hay una diferencia entre saber que no sabes nada como manera de salir de tu ignorancia, y revolcarte en tu ignorancia como un hipopótamo en una ciénaga.”
Aunque W. arremete de continuo contra Lars, al que considera un idiota, ambos protagonistas son pensadores de pacotilla. El primero pone en evidencia al otro para ocultar la propia ignorancia. Lo que les interesa en realidad a los dos es deambular de bar en bar en busca de su ginebra favorita.
En un contexto de naufragio del pensamiento y de las humanidades parece que prima el imperativo de la actividad por la actividad. “¡Cualquier cosa para estar activo! ¡Cualquier cosa para tener algo que hacer!”, dice W., reprochándole a Lars su queja de “la eternulidad de aquellas tardes”. También su lamento del “desgaste infinito”, término que alude a ese modo de hacer tanto, hasta consumirse, para no hacer nada. Y menos, claro, pensar.
Lo importante es reconocer que no se sabe nada, como admitió Sócrates. Esa era su sabiduría y sigue siendo el principio de toda sabiduría. Sin embargo, no es lo mismo no saber nada que no saber nada, se lee en Dogma. “Hay una diferencia entre saber que no sabes nada como manera de salir de tu ignorancia, y revolcarte en tu ignorancia como un hipopótamo en una ciénaga.”
Es la misma diferencia que se da entre el filósofo Diógenes, consecuente con su
pensamiento y su desprecio de las convenciones sociales, que vagaba por las
calles con una lámpara buscando seres honestos, y Lars, según W. un Diógenes
trastornado: “un hombre sin vergüenza, no porque rechace la idea de la
decencia humana” sino porque no conoce, ni quiere conocer, nada mejor.