La gente dice de la muerte: No hay nada que temer. Lo dice rápidamente, con indiferencia. Ahora digámoslo otra vez, despacio, recalcando: No hay NADA que temer.
Sus pensamientos desembocan en una cita de Jules Renard:
La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra "nada".
Julian Barnes escribe de la muerte de artistas, sobre todo escritores y compositores. En su libro resuena una y otra vez el nombre de Ravel. También el de Stravinski, quien fue a ver el cadáver de aquel antes de que lo metieran en el féretro. Una expresión de gran majestad fue su descripción de ese cadáver vestido solo de negro y blanco. Y Barnes concluye:
Ahí terminaba la grandeza de la muerte.
El proceso de enfermedad de Ravel duró cinco años. Padeció una forma de atrofia mental que le llevó a perder lentamente sus facultades motoras y mentales.
Barnes recuerda la escena en que Ravel fue a una grabación de su cuarteto de cuerda y, sentado en la sala de control, ofreció diversas sugerencias de cambio en la pieza musical. No quiso volver a escuchar el cuarteto entero después de efectuar todas las correcciones, quedando el estudio contento de que la sesión transcurriera tan rápidamente.
Al final Ravel se volvió hacia el productor y exclamó:
Es realmente muy bueno. Recuérdeme el nombre del compositor.
Ravel murió, con la cabeza todavía envuelta en las vendas del hospital, diez días después de que los médicos optaran por abrirle el cráneo y comprobar que la lesión era amplia e irreparable. Dedicó su vida a la música. Por tanto, su necrológica podría haber sido la misma, aunque referida al arte de componer, que propuso Faulkner para el escritor:
Escribió libros y después murió.
Escribe Barnes que quizá Stravinski recordara temeroso en la suma vejez la muerte de varios amigos que perdieron la memoria antes de descansar definitivamente. Por eso llamaba desde la habitación a algún miembro de la familia y cuando le preguntaban qué necesitaba, él contestaba:
Que me confirmen mi propia existencia.
La confirmación podía llegar entonces en forma de un apretón de manos, un beso o la audición de una pieza favorita.
En el libro de Julian Barnes desfilan artistas diversos. Se comenta sobre su actitud ante la muerte. Tanatofóbicos de toda índole y otros que desean o creen estar preparados para asistir a su propia expiración.
Arthur Köstler ha expuesto en su obra que la inminencia de la muerte genera habitualmente autoengaño:
La incredulidad ante tu propia muerte crece en proporción a su proximidad.
Dice que la mente se vale de mecanismos para alejarse del pensamiento de la muerte. Así es capaz de dividir en dos mitades la conciencia para que una de ellas examine fríamente lo que la otra está experimentando. Esta idea se sitúa en la línea de otra muy aguda aportada por Freud:
Es, en efecto, imposible imaginar nuestra propia muerte; y siempre que lo intentamos advertimos que de hecho seguimos estando presentes como espectadores.
Es lo que ocurre también en el caso de los escritores. Una cosa es morir y otra escribir sobre la muerte y reconocerse en la común condición mortal, tal y como hace el poeta W.B. Yeats en uno de sus poemas:
Serán muchas las hojas, raíz hay una sola;
Pasé todos mis días de juventud mendaz
al sol balanceando mis flores y mis hojas;
ahora la verdad me puede marchitar.
Su título: Con el tiempo llega la sabiduría. La sabiduría de que el tiempo se acaba, se podría añadir. O todavía más: La sabiduría asumida literariamente pero sin ni siquiera preguntarse cuántos poemas o páginas le quedan a uno por delante antes de morir.