(Un texto de La penúltima lectora)
No sería mala idea: hacer la maleta al comienzo de las vacaciones para quedarnos en casa. Podríamos prepararla, como si fuésemos a partir, y permanecer de puertas adentro con las cosas imprescindibles. Imaginemos, pues, ese pequeño rectángulo vacío, abierto de par en par en el suelo. ¿Qué meteríamos en su interior para viajar al propio centro?
Si en una maleta caben los objetos indispensables que permiten a los viajeros desplazarse por lugares y ocupar espacios, con mayor facilidad conseguiremos acomodar en su seno lo preciso para vivir a gusto en nuestra casa habitual. Ligeros de equipaje, el viaje de un cuarto a otro se volvería una expedición no poco aventurada, ni poco rica en encantos y riesgos.
Alcanzaríamos el rango de capitán de cadin o palangana. Así llamaban con ánimo burlesco los capitanes de altura a los capitanes cuyos barcos realizaban solo trayectos breves, cuenta Claudio Magris en El infinito viajar. Los primeros navegaban atravesando océanos día y noche en una travesía interminable.
El viaje al propio centro se realizaría en casa entre distancias cortas. Pero también durante recorridos pequeños se producen e igualmente pueden destaparse maravillas inadvertidas hasta entonces. Depende, en parte, del material escogido para la maleta, abierta como una novela de páginas en blanco y necesitada de una escritura con sustancia.