Se cuenta que Franz Kafka, enfermo de tuberculosis, apenas podía comer en las últimas semanas antes de su muerte. Solo se comunicaba por escrito y su desesperado sufrimiento en el hospital le llevó a dejar una nota a su médico. "Máteme. De lo contrario es usted un asesino", escribió.
Ha corrido tinta y tiempo desde ese día de junio del año 1924 y, sin embargo, la controversia en torno a la eutanasia continúa abierta. Se defiende el derecho a una vida digna, pero se suele descartar el derecho a morir dignamente. Además, no está permitido elegir el momento en que se desea el personal acabamiento, sea en la enfermedad o en la salud. Expresada la anterior idea de diferente forma, el derecho al suicidio asistido forma parte, me parece, del derecho a la toma de decisiones sobre la propia vida hasta el último suspiro. Las personas no eligen nacer. ¿Por qué imponerles entonces la obligación de prolongar la existencia?
“Señor, concede a cada cual su propia muerte”, escribió el poeta Rainer Maria Rilke. Tal vez conociera las palabras de Séneca pronunciadas en torno al año 5 a.C. El pensador romano dijo: "morire sua morte", –morir su muerte–, en alusión al deseo de correspondencia entre el modo de vida y la manera de consumarla.
Nadie escapa al golpe final de la muerte. Mientras no se produzca, todos deberíamos, creo, tener el derecho a morir de acuerdo a las convicciones particulares y al privativo estilo de vida. También disponer de la posibilidad de cometer un suicidio en condiciones dignas cuando se vive en un infierno y se siente que la vida pasa de largo. Acabar con la propia existencia de forma voluntaria alivia y no mata a los demás.