Nadie es tal vez tan esclavo como quien se considera libre sin serlo. El mismo nivel de servidumbre parece darse también, sin embargo, cuando un subordinado enaltece al amo, cree merecerse el ultraje y consiente la peor humillación. Eso pensé después de haber leído las palabras de Larsen, protagonista de El astillero, novela de Juan Carlos Onetti. Quiere hablar de dignidad a un sirviente joven y sumiso, acostumbrado a obedecer siempre a sus superiores. Conoció a un muchacho que vendía violetas en la madrugada, le cuenta. Una noche llegó este con los ramitos de violeta a un cafetín frecuentado por gente de bien, atravesó el local lleno y entonces dos vigilantes, a la vista de todos, lo manosearon entre risas.
Algo así, piensa Larsen, es lo último que podría pasarle a un tipo, pero su relato no tiene en el joven oyente el efecto esperado. El sirviente no entiende qué ha querido decirle y continúa impasible con su labor de limpieza. Larsen no se da por vencido y sigue hablándole. El muchacho de las violetas, le aclara, sabía que los clientes del cafetín observaron los tocamientos y burlas de los vigilantes. Por tanto, no podía disimular ante los ojos de los demás que había sido agredido. Tampoco se atrevió a enfadarse porque creía deberle respeto a la autoridad por ser la autoridad. Consideraba, en consecuencia, normal sus atropellos contra las personas. Así que hizo la cosa más triste de este mundo, piensa Larsen. Mostró una sonrisa a los clientes del cafetín.
La anécdota de Larsen me recordó otra de una mujer. Empleada de una granja donde vivía por necesidades económicas junto al propietario, un déspota, cumplía con su duro trabajo. No solo se propuso abstenerse de establecer el menor lazo de simpatía entre los dos. Se acostumbró, además, a odiar al amo. Era su manera de obedecerle sin degradarse. Salvaguardó la propia dignidad con el odio. Sin embargo, el hombre interpretó la actitud distante de la empleada como una prueba de sometimiento a su mando.
FUENTE: EL QUINQUÉ. LA PROVINCIA-DIARIO DE LAS PALMAS.