viernes, 10 de agosto de 2012

AMALIA, DE JAVIER AVILÉS



Hay relatos aparentemente incomprensibles. Viene a ser, sin embargo, esa ininteligibilidad la que les da sentido, porque discurren del mismo modo que lo hace la mente donde las ideas toman la palabra, entrecruzándose, a su libre albedrío. O de igual forma en que transcurre la vida, revelándose siempre de manera fragmentaria, ajena a nuestros planes y a toda lógica, siguiendo el curso de su sin sentido. Es el caso de Amalia (pinchar aquí), relato de Javier Avilés que he tomado de la Web de Enrique Vila-Matas y que he releído varias veces.
Amalia es un magnífico relato inquietante que no se aviene a las normas narrativas. Las hace trizas mientras se construye a sí mismo en un discurso incoherente sostenido en datos confusos. En suma, es un relato alineal carente de  argumentación determinada y escrito a base de pinceladas narrativas. En las fisuras de estas se descubre aquello de lo que se habla al tiempo que se van contando los sucesos.
Amalia acontece en una variedad de escenarios fuera del tiempo y del espacio y, no obstante, en cualquier aquí y ahora. Lugar de ruinas, destrucción, "soledumbre", sed de venganza y desiertos, la diversidad de espacios se muestra envuelta en una atmósfera sórdida e inhumana que parece guardar alguna relación invisible con obras como El mar de las Sirtes, de Julien Gracq, o Esperando a los bárbaros, de Coetzee. O al menos a mí me  lo parece. También en Amalia el narrador deja entrever que las acciones de los personajes se encaminan hacia la defensa de la propia superviviencia y la aniquilación, en aras de una supuesta seguridad, de un enemigo incomprensible. De este solo se sabe, además de su carácter letal, que va a por los protagonistas del relato, seres humanos, hombres y mujeres:

El enemigo siempre se ha burlado de nosotros llamándonos Hombres. Uno de ellos gritaba. ¡Ey, Hombres, Hombres! ¡Joderos, capullos!

De estos se nos informa que han llegado desde el oscuro subsuelo a la superficie. Es en esta estancia tan parecida a la realidad donde a plena luz solar acontece la implacable trama de la devastación. Bajo el impacto de un sol, dos soles y más soles parece que se alcanza el corazón de las tinieblas, ese viaje a la noche del que sabemos a través de Joseph Conrad. No es, pues, extraño que Amalia discurra también en un tono kafkiano. En medio de las ruinas, los protagonistas del relato caminan sin rumbo alguno en un territorio donde una calle es igual a cualquier otra:

 En esta ciudad decir que subimos por una calle es lo mismo que decir que bajamos por ella. No hay distinción entre calle y calle más allá de algunos edificios en ruinas, los escombros diseminados en la calzada, los esqueletos de automóviles quemados y las máquinas expendedoras saqueadas, que continúan su ciclo agua-fuego-aire o cómo sea.

Y los pocos edificios de los que da cuenta el narrador carecen de alma alguna. Si aún no han sido derruidos, están vacíos. Donde único parece haber movimiento es en el edificio gubernamental, inaccesible y libre de toda responsabilidad como el castillo de Kafka:

Surgieron del interior de un edificio, apresaron a Amalia y volvieron a desaparecer en el interior. Jamás habíamos visto romper las normas del campo de batalla de manera tan ruin. No podía ser cierto. Los cinco corrimos tras ellos adentrándonos en la oscuridad del edificio, cruzamos un entramado de pasillos que conducían a escaleras y nuevos pasillos y habitaciones con tabiques rotos que daban a otras habitaciones y otros pasillos en los edificios contiguos, un laberinto que horadaba toda la manzana y en el que nos fue imposible encontrar nada. Los edificios eran lugar vedado. La guerra no se desarrolla en su interior, es una regla implícita que todos aceptamos.

Fuera del edificio gubernamental, en Amalia, es donde se revela el mundo en una secuencia de acontecimientos que a los lectores nos resultarán tan extraños como familiares. A nosotros corresponde extraer conclusiones de lo que vamos leyendo, descubrir un sentido a lo que no lo tiene.