La
desgracia es precisamente que el arte de la palabra trabaja con un
material que todos los días pasa por las manos de la chusma.
Sus
palabras se dirigen tanto a lectores como a críticos literarios que
obran en sintonía con los universos discursivos
predominantes. Plenamente actuales, acometen contra las demandas del
mercado y sus secuaces, subrayando la autonomía de la creación
literaria.
En uno de sus aforismos se atreve Kraus a polemizar contra las expectativas de sus propios lectores:
Hace mucho tiempo que no hago más música programática.
En otro aforismo apunta:
Que
mi estilo se apodere de todos los ruidos de mi tiempo. Eso provocará,
estoy seguro, el desagrado de mis contemporáneos. Pero que los
que vengan después lo escuchen como si sostuvieran al oído una concha de
donde sale la música de un océano de cieno.
También
Enrique Vila-Matas propone darle la espalda al ruido de fondo de
nuestro tiempo. En uno de sus textos denuncia nuestra agitada vida de
víctimas de lo mediático y la terrible situación en que se encuentran
los buenos libros.
En defensa de la autonomía de la ficción frente a la tiranía de la información masiva, escribe:
¿Hay
que empujar a los escritores a que emparenten sus ficciones con los mil
y un asuntos que baraja el gran espectáculo mediático? No es una
pregunta extravagante. Entre tantas incertezas, una certitud parece que
está arraigando peligrosamente entre nosotros: no se concibe una novela
recién publicada que no permita un titular de prensa ligado a la más
rabiosa actualidad periodística.
Y más adelante vuelve a la carga contra el discurso de lo más inmediato y de los incontables episodios de estupidez humana:
Queda,
de entrada, el consuelo de saber que nuestra conciencia es inmensamente
más grande que todo el espacio mental que creen abarcar los
responsables del gran lavado de cerebro colectivo. Porque en realidad el
gigantesco espacio del Gran Lavado jamás podrá competir con todo
aquello que es capaz de percibir, en su espacio natural de libertad, una
conciencia humana.
Tampoco
escribe Vila-Matas para complacer a los lectores. Enaltece a sus
seguidores, pero también señala que pueden constituir un peligro. En una
entrevista de radio dice que en ocasiones los lectores prefieren un
libro o un estilo y no están dispuestos a
moldearse a muchos cambios. Eso supone a veces un inconveniente para la
libertad en lo creativo. Opina que como escritor hay que hacer lo que
uno cree que tiene que hacer. No orientarse por lo que le han dicho que
hace bien, sino todo lo contrario:
buscar qué es lo que hace mal para adentrarse en ese territorio.
Su
procedimiento se distancia, asimismo, de la búsqueda del éxito y de la
fama, esa enfermedad que comulga con el terror mediático,
banal representación sin tregua del gran teatro de Oklahoma.
Distinto
es el reconocimiento literario. Porque, tal y como Emily Dickinson
distingue, una cosa es la fama temporal y otra la que perdura y corona
la valía imperecedera de una obra. Esta última se forja a través de la
lengua de los pájaros, desoyendo al mundanal ruido. En este intento no cejó tampoco Julien
Gracq. Víctima de los críticos literarios mediáticos, uno de sus textos
estrenado en el Teatro Montparnasse fue criticado no solo por su
contenido, sino también porque había obtenido una ayuda económica
oficial. Gracq respondió a esta reacción publicando un escrito en el que
arremetía contra la crítica y los premios literarios. Cuando tiempo más
tarde el jurado premió con el Goncourt su obra El mar de las Sirtes, este escritor rechazó el galardón, apelando a la dignidad e independencia de la literatura.
Vila-Matas incluye a Sergio Pitol entre los escritores que han nadado contra la corriente por el placer de dejarse llevar. En Dietario Voluble
habla del perfil de escritor que admira, en la línea de Pitol: un
escritor que arriesga y busca nuevos retos para la literatura, que
carece de miedo al fracaso y sabe que lo principal en la escritura es
aprender a ir más allá de las palabras y bailar en el abismo, dando la
espalda a cualquier temor a los críticos. De estos escribe:
Creo
que la crítica se encuentra en el nivel más inferior de la literatura:
como forma, casi siempre (hay brillantes excepciones, eso sí); y como
valor moral, de una manera incontestable, pues viene después de los
grandes trazados estructurales y de las noches sin dormir, que exigen
cuando menos cierto esfuerzo de invención.
En la misma línea se pronuncia Flaubert, quien escribe que las críticas solo
sirven para fastidiar a los autores y embrutecer al público. Dice que
se hace crítica cuando no se puede hacer Arte, de la misma forma que uno
se hace delator cuando no se puede hacer soldado.
En diferentes cartas a Louise Colet escribe:
¡Críticos!
¡Eterna mediocridad que vive del genio para denigrarlo y para
explotarlo! ¡Raza de abejorros que despedazan las bellas hojas del Arte!
(...) Fabricantes de frases, presumidos, tragones de claros de luna,
tan incapaces de coger la acción por los cuernos como el sentimiento por
la materia.
Así de despiadado se
muestra con la crítica que no atiende a la obra ni al estilo.
Igualmente denuncia a los escritores mediocres que escriben de acuerdo a
eso que se denomina der Zeitgeist, el espíritu del tiempo. Hoy
más que nunca, ese ruido insoportable de fondo que recuerda la respuesta
que, según Vila-Matas, dio Ricardo Piglia a la pregunta sobre si se
sentía a salvo de la tentación del éxito:
A veces digo en broma que el éxito es el gran riesgo de los escritores actuales; en el siglo XIX el fracaso era el problema.